Recién en el verano de 1942 se acordaron de los soldados de Kostekino y Reiter fue devuelto a su división. Estuvo en Crimea. Estuvo en Kerch. Estuvo en las riberas del Kuban y en las calles de Krasnodar. Recorrió el Cáucaso hasta Budenovsk y viajó junto a su batallón por la estepa Kalmuka, siempre con el cuaderno de Ansky bajo la guerrera, entre su ropa de loco y su uniforme de soldado. Tragó polvo y no vio soldados enemigos, pero vio a Wilke y a Kruse y al sargento Lemke, aunque no fue fácil reconocerlos pues habían cambiado, no sólo su fisonomía sino también sus voces, ahora Wilke, por ejemplo, hablaba sólo en dialecto y casi nadie le entendía excepto Reiter, y a Kruse la voz le había cambiado, hablaba como si le hubieran extirpado los testículos hacía mucho tiempo, y el sargento Lemke ya no gritaba sino en muy raras ocasiones, la mayor parte de las veces se dirigía a sus hombres con una especie de murmullo, como si estuviera cansado o como si las largas distancias recorridas lo hubieran adormecido. En cualquier caso el sargento Lemke fue herido de gravedad mientras intentaban vanamente abrirse camino en dirección a Tuapse y en su lugar pusieron al sargento Bublitz. Luego llegó el otoño, el barro, el viento, y después del otoño los rusos contraatacaron.
La división de Reiter, que ya no pertenecía al 11 Ejército sino al 17, se retiró de Elista a Proletarskaya y después subieron bordeando el río Manych hasta Rostov. Y luego siguieron retrocediendo hacia el oeste, hasta el río Mius, en donde se restableció el frente. Llegó el verano de 1943 y los rusos volvieron a atacar y la división de Reiter volvió a retroceder. Y cada vez que retrocedían eran menos los que quedaban vivos. Kruse murió.
El sargento Bublitz murió. A Voss, que era valiente, primero lo ascendieron a sargento y luego a teniente, y con Voss el número de bajas se duplicó en menos de una semana.
Reiter adquirió la costumbre de contemplar a los muertos como quien contempla una parcela en venta o una finca o una casa de campo y luego registrar sus bolsillos por si tenían algo de comida guardada. Wilke hacía lo mismo, pero en lugar de hacerlo en silencio canturreaba: los soldados de Prusia se masturban, pero no se suicidan. En el batallón algunos compañeros los bautizaron como los vampiros. A Reiter le daba igual.
En los ratos de descanso sacaba un pedazo de pan y el cuaderno de Ansky de debajo de la guerrera y se ponía a leer. A veces Wilke se sentaba junto a él y al poco rato se dormía. Una vez le preguntó si el cuaderno lo había escrito él. Reiter lo miró como si la pregunta fuera tan estúpida que no hiciera falta contestarla.
Wilke volvió a preguntarle si lo había escrito él. A Reiter le pareció que Wilke estaba dormido y hablando en sueños. Tenía los ojos semicerrados y la barba sin afeitar y los pómulos y la mandíbula parecían querer salírsele de la cara.
– Lo escribió un amigo -dijo.
– Un amigo muerto -dijo la voz dormida de Wilke.
– Más o menos -dijo Reiter, y siguió leyendo.
A Reiter le gustaba quedarse dormido escuchando el ruido de la artillería. Wilke tampoco podía soportar un silencio demasiado prolongado y antes de cerrar los ojos canturreaba. El teniente Voss, por el contrario, solía taponarse los oídos al dormir y le costaba despertar o readaptarse a la vigilia y a la guerra.
A veces había que sacudirlo y entonces él decía qué demonios ocurre y lanzaba puñetazos en la oscuridad. Pero ganaba medallas y una vez Reiter y Wilke lo acompañaron hasta el cuartel divisionario para que el general Von Berenberg en persona le colgara en el pecho la más alta distinción que podía obtener un soldado de la Wehrmacht. Ése fue un día feliz para Voss pero no para la división 79, que para entonces tenía menos efectivos que un regimiento, pues por la tarde, mientras Reiter y Wilke comían salchichas junto a un camión, los rusos se lanzaron sobre sus posiciones, por lo que Voss y ellos dos tuvieron que volver de inmediato a la primera línea. La resistencia fue breve y volvieron a retroceder. En la retirada la división quedó reducida al tamaño de un batallón y buena parte de los soldados parecían locos huidos de un manicomio.
Durante varios días marcharon hacia el oeste como pudieron, manteniendo el orden de las compañías o en grupos que el azar iba juntando o disgregando.
Reiter se fue solo. A veces veía pasar escuadrones de aviones soviéticos y a veces el cielo, un minuto antes de un azul cegador, se nublaba y se desataba de improviso una tormenta que duraba horas. Desde una colina vio pasar una columna de tanques alemanes hacia el este. Parecían ataúdes de una civilización exraterrestre.