Tras mucho cavilar, Reiter decidió que el constructor había sido el padre de Ansky. Probablemente el escondite fue hecho antes de que Ansky volviera a la aldea. También cabía la posibilidad de que el padre lo construyera tras el regreso del hijo, lo que ciertamente era más lógico, pues sólo entonces los padres supieron que Ansky era un enemigo del Estado. Pero Reiter intuyó que el escondite, cuya obra imaginó lenta, artesanal, sin prisas, había sido concebido mucho antes de que Ansky volviera, lo que confería al padre una aureola de adivino o de demente.
También llegó a la conclusión de que nadie había usado el escondite.
No descartó, por supuesto, la obligada visita de los funcionarios del partido, que habrían husmeado en el interior de la isba buscando algún rastro de Ansky, y que durante esas visitas éste se metiera en el interior de la chimenea le pareció probable, casi seguro. Pero a la hora de la verdad nadie se había escondido allí, ni siquiera la madre de Ansky cuando llegó el destacamento del Einsatzgruppe C. Imaginó, eso sí, a la madre de Ansky poniendo a salvo el cuaderno de su hijo y luego, en sueños, la vio salir y dirigirse junto con los otros judíos de Kostekino hacia donde la aguardaba la disciplina alemana, nosotros, la muerte.
También vio a Ansky en sueños. Lo vio caminar por el campo, de noche, convertido en una persona sin nombre, que dirigía sus pasos hacia el oeste, y también lo vio morir a balazos.
Durante varios días Reiter pensó que había sido él quien le había disparado a Ansky. Por las noches tenía pesadillas horribles que lo despertaban y lo hacían llorar. A veces se quedaba quieto, ovillado en la cama, escuchando cómo caía la nieve sobre la aldea. Ya no pensaba en el suicidio, porque se creía muerto. Por las mañanas lo primero que hacía era leer el cuaderno de Ansky, que abría por cualquier página. Otras veces daba largos paseos por el bosque nevado, hasta llegar al viejo
Cuando iba al edificio principal de la aldea a buscar su comida se sentía como si estuviera en otro planeta. Allí siempre estaba encendida la chimenea y dos enormes ollas de campaña llenas de sopa inundaban de vapor el primer piso. Olía a col y a tabaco y sus compañeros iban en mangas de camisa o desnudos.
Prefería, con mucho, el bosque en donde se sentaba sobre la nieve hasta que el culo empezaba a helársele. Prefería la isba en donde encendía fuego y se instalaba delante de la chimenea a releer el cuaderno de Ansky. De tanto en tanto levantaba la vista y contemplaba el interior de la chimenea, como si desde allí una sombra que irradiaba timidez y simpatía lo estuviera mirando. Un escalofrío de placer recorría entonces su cuerpo.
A veces se imaginaba que vivía con la familia Ansky. Veía a la madre y al padre y al joven Ansky recorriendo los caminos de Siberia y terminaba tapándose los ojos. Cuando el fuego de la chimenea quedaba reducido a pequeñas ascuas brillantes en la oscuridad, con sumo cuidado, se introducía en el escondite, que estaba cálido, y se quedaba allí largo rato, hasta que el frío del amanecer lo despertaba.
Una noche soñó que volvía a estar en Crimea. No recordaba en qué parte, pero era Crimea. Disparaba su fusil en medio de múltiples humaredas que brotaban aquí y allá como géiyseres.
Después se ponía a caminar y encontraba a un soldado del ejército rojo muerto, boca abajo, con un arma todavía en la mano. Al inclinarse para darle la vuelta y verle el rostro temía, como tantas otras veces había temido, que aquel cadáver tuviera el rostro de Ansky. Al coger el cadáver por la guerrera, pensaba:
no, no, no, no quiero cargar con este peso, quiero que Ansky viva, no quiero que muera, no quiero ser yo el asesino, aunque haya sido sin querer, aunque haya sido accidentalmente, aunque haya sido sin darme cuenta. Entonces, sin sorpresa, más bien con alivio, descubría que el cadáver tenía su propio rostro, el rostro de Reiter. Al despertar de ese sueño, por la mañana, recuperó la voz. Lo primero que dijo fue:
– No he sido yo, qué alegría.