Las cenizas del Regreso de la Conferencia sobrevuelan no sólo el cielo de París, lee el joven soldado Reiter con lágrimas en los ojos, lágrimas que le duelen y que lo despiertan, sino también el cielo de Moscú y el cielo de Roma y el cielo de Berlín.
Habla de El taller del artista. Habla de la figura de Baudelaire que aparece en un extremo del cuadro, leyendo, y que representa a la Poesía. Habla de la amistad de Courbet con Baudelaire, con Daumier, con Jules Vallès. Habla de la amistad de Courbet (el Artista) con Proudhon (el Político) y equipara las sensatas opiniones de éste con las de una perdiz. Todo político con poder, en materia de arte es como una perdiz monstruosa, gigantesca, capaz de aplastar montañas con sus saltitos, mientras que todo político sin poder es sólo como un cura de pueblo, una perdiz de tamaño natural.
Imagina a Courbet en la revolución de 1848 y luego lo ve en la Comuna de París, en donde la inmensa mayoría de los artistas y literatos brillaron (literalmente) por su ausencia. Courbet no. Courbet participa activamente y tras la represión es arrestado y encarcelado en Sainte-Pélagie, en donde se dedica a dibujar naturalezas muertas. Uno de los cargos que contra él levanta el Estado es el de haber incitado a la multitud a derruir la columna de la plaza Vendôme, aunque a este respecto Ansky no está muy seguro o la memoria le falla o habla de oídas. El monumento a Napoleón de la plaza Vendôme, el monumento a secas de la plaza Vendôme, la columna Vendôme de la plaza Vendôme.
En cualquier caso el cargo público que ostentaba Courbet tras la caída de Napoleón III lo capacitaba para proteger los monumentos de París, lo que sin duda, y a la vista de los acontecimientos posteriores, hay que tomárselo como una broma monumental. Francia, sin embargo, no está para bromas y le embarga todos sus bienes. Courbet marcha a Suiza. Allí, en 1877, muere a la edad de cincuentaiocho años. Luego vienen unas líneas escritas en yiddish que Reiter apenas entiende. Supone que son de dolor o amargura. Después divaga sobre algunos cuadros de Courbet. El llamado ¡Buenos días, señor Courbet!
le sugiere el principio de una película, una que empezaría de forma bucólica y que poco a poco se iría convirtiendo en una película de horror. Las señoritas a orillas del Sena evoca en Ansky el breve descanso de los espías o de los náufragos, y también dice: espías de otro planeta, y también: cuerpos que se desgastan más rápido que otros cuerpos, y también: enfermedades, transmisión de enfermedades, y también: disposición a resistir, y también: ¿dónde se aprende a resistir?, ¿en qué clase de escuela o de universidad?, y también: fábricas, calles desoladas, burdeles, cárceles, y también: la Universidad Desconocida, y también: mientras el Sena fluye y fluye y fluye, y esos rostros espantosos de rameras contienen más belleza que la más bella dama o aparición surgida del pincel de Ingres o Delacroix.
Después hay anotaciones caóticas, horarios de trenes que salen de Moscú, la luz de un mediodía gris cayendo vertical sobre el Kremlin, las últimas palabras de un cadáver, el envés de una trilogía novelística cuyos títulos apunta: El verdadero amanecer, El verdadero atardecer, El temblor del ocaso, cuya estructura y argumentos hubieran podido adecentar, tal vez dignificar un poco más las últimas tres novelas, el haz de hielo del tapiz, firmadas por Ivánov, pero a las que éste difícilmente se hubiera avenido a concederles la tutoría, o quizás no, a Ivánov tal vez lo juzgué mal, puesto que, por todas las informaciones que poseo, no me delató, cuando lo más fácil hubiera sido delatarme, lo más fácil hubiera sido decir que él no era el autor de estas tres novelas, piensa y escribe Ansky, y sin embargo eso no lo hizo, delató a todos aquellos que sus torturadores querían que delatara, viejos y nuevos amigos, dramaturgos, poetas y novelistas, pero de mí no dijo una palabra. Cómplices en la impostura hasta el final.
Qué buena pareja hubiéramos hecho en Borneo, dice con ironía Ansky. Y luego recuerda un chiste que Ivánov le contó tiempo atrás y que a éste le contaron durante una fiesta en la redacción de la revista en la que por entonces trabajaba. Fue en un homenaje informal a un grupo de antropólogos soviéticos que acababan de regresar a Moscú. El chiste, mitad verdad, mitad leyenda, transcurría en Borneo, en una región selvática y montañosa en donde se internaba un grupo de científicos franceses.