Luego se pusieron a hablar de la joven Nadja, Nadesha, Nadiushka, Nadiushkina, e Ivánov, antes de soltar prenda, quiso saber si habían hecho el amor. Y luego quiso saber cuántas horas lo habían hecho. Y luego si Nadiushka era experimentada o no. Y luego las posturas. Y como Ansky satisfacía sin reparo todas sus preguntas Ivánov se fue yendo por el lado sentimental.
Jodidos jóvenes, decía. Jodidísimos jóvenes. Ah, puerquita.
Vaya con el par de marranos. Ay, el amor. Y el lado sentimental, ese lado que sólo podía ver pero no tocar, le hizo recordar que estaba desnudo, no allí, sentado a la mesa, al contrario, bien embutido en una bata roja estaba, una bata o batín, para ser más precisos, con las siglas del Partido Comunista de la Federación Rusa bordadas en la solapa, y un pañuelo de seda en el cuello, regalo de un escritor francés medio marica a quien conoció en un congreso y del que nunca leyó nada, sino desnudo en sentido figurado, desnudo en todos los otros frentes, el político, el literario, el económico, y esta certidumbre lo hizo recaer en la melancolía.
– Nadja Yurenieva es, creo, una estudiante o una aprendiz de poeta -dijo-, y me odia profundamente. La conocí en el entierro de Gorki. Ella y otros dos matones me echaron de allí.
No es mala persona. Tampoco los otros. Seguramente son buenos comunistas, de buen corazón, unos soviéticos cabales. Entiéndeme:
yo los comprendo.
Después Ivánov le hizo un gesto a Ansky para que se acercara.
– Si de ellos dependiese -le murmuró al oído-, me hubieran pegado un balazo allí mismo, los hijos de puta, y luego habrían arrastrado mi cuerpo hasta el agujero de la fosa común.
El aliento de Ivánov olía a vodka y a cloaca, era un aliento ácido y espeso, de cosa en descomposición, que recordaba casas vacías junto a pantanos, un anochecer a las cuatro de la tarde, el vaho que subía por la hierba enferma hasta cubrir las ventanas oscuras. Una película de terror, pensó Ansky. En donde todo está detenido, y está detenido porque se sabe perdido.
Pero Ivánov dijo ay, el amor, y Ansky, a su manera, también dijo ay, el amor. Así que durante los días que siguieron se puso a buscar, sin desmayo, a Nadja Yurenieva, y al final la encontró, vestida con su larga chaqueta de cuero, sentada en uno de los paraninfos de la Universidad de Moscú, con pinta de huérfana, de huérfana voluntariosa, escuchando las arengas o los poemas o las naderías rimadas de un cursi (¡o lo que fuera!) que recitaba mirando a su auditorio mientras en la mano izquierda sostenía su manuscrito bobo al que de vez en cuando le echaba una mirada con gesto teatral e innecesario, pues a la vista estaba que poseía una buena memoria.
Y Nadja Yurenieva vio a Ansky y se levantó discretamente y salió del paraninfo en donde el mal poeta soviético (tan inconsciente y necio y remilgado y timorato y melindroso como un poeta lírico mexicano, en realidad como un poeta lírico latinoamericano, esos pobres fenómenos raquíticos e hinchados) desgranaba sus rimas sobre la producción de acero (con la misma supina ignorancia arrogante con que los poetas latinoamericanos hablan de su yo, de su edad, de su otredad), y salió a las calles de Moscú, seguida por Ansky, que no se acercaba a ella sino que permanecía a la zaga, a unos cinco metros, una distancia que se fue acortando a medida que el tiempo pasaba y el paseo se prolongaba. Nunca como entonces Ansky entendió mejor -y con mayor alegría- el suprematismo, creado por Kasimir Malévich, ni el primer punto de aquella declaración de independencia firmada en Vitebsk el 15 de noviembre de 1920, y que dice así: «Queda establecida la quinta dimensión.»
En 1937 detuvieron a Ivánov.
Lo volvieron a interrogar largamente y luego lo metieron en una celda sin luz y se olvidaron de él. Su interrogador no tenía ni la más mínima idea de literatura y su principal interés era saber si Ivánov había mantenido reuniones con miembros de la oposición trotskista.
Durante el tiempo en que permaneció en su celda Ivánov se hizo amigo de una rata a la que puso el nombre de Nikita.
Por las noches, cuando la rata aparecía, Ivánov sostenía largas conversaciones con ella. No hablaban, como pudiera suponerse, de literatura ni mucho menos de política sino de sus respectivas infancias. Ivánov le contaba a la rata cosas de su madre, en la que solía pensar a menudo, y cosas de sus hermanos, pero evitaba hablar de su padre. La rata, en un ruso apenas susurrado, le hablaba a su vez de las alcantarillas de Moscú, del cielo de las alcantarillas en donde, debido al florecimiento de ciertos detritus o a un proceso de fosforescencia inexplicable, siempre hay estrellas. Le hablaba también de la tibieza de su madre, de las travesuras sin sentido de sus hermanas y de la enorme risa que estas travesuras solían provocarle y que aún hoy, en el recuerdo, le dibujaban una sonrisa en su escuálida cara de rata.
A veces Ivánov se dejaba llevar por el abatimiento, apoyaba una mejilla en la palma de la mano y le preguntaba a Nikita qué sería de ellos.