La rata entonces lo miraba con unos ojos tristes y perplejos a partes iguales y esa mirada hacía comprender a Ivánov que la pobre rata era aún más inocente que él. Una semana después de haberlo metido en la celda (aunque para Ivánov más que una semana había pasado un año) lo volvieron a interrogar y sin necesidad de golpearle lo hicieron firmar varios papeles y documentos. No volvió a su celda. Lo sacaron directamente a un patio, alguien le pegó un tiro en la nuca y luego metieron su cadáver en la parte de atrás de un camión.
A partir de la muerte de Ivánov el cuaderno de Ansky se vuelve caótico, aparentemente inconexo, aunque en medio del caos Reiter encontró una estructura y cierto orden. Habla de los escritores. Dice que los únicos escritores viables (aunque no explica a qué se refiere con la palabra viable) son los que provienen del lumpen y de la aristocracia. El escritor proletario y el escritor burgués, dice, son sólo figuras decorativas. Habla sobre el sexo. Recuerda a Sade y a una misteriosa figura rusa, el monje Lapishin, que vivió en el siglo XVII y que dejó varios escritos (acompañados de sus correspondientes dibujos) sobre prácticas sexuales grupales en la región comprendida entre el río Dvina y el Pechora.
¿Sólo el sexo?, ¿sólo el sexo?, se pregunta repetidamente Ansky en notas escritas en los márgenes. Habla sobre sus padres.
Habla sobre Döblin. Habla sobre la homosexualidad y la impotencia. El continente americano del sexo, dice. Bromea sobre la sexualidad de Lenin. Habla sobre los drogadictos de Moscú. Sobre los enfermos. Sobre los asesinos de niños. Habla sobre Flavio Josefo. Sus palabras sobre el historiador están teñidas de melancolía, pero puede que esa melancolía sea fingida.
¿Sin embargo ante quién finge Ansky si él sabe que nadie leerá su cuaderno? (Si es ante Dios, entonces Ansky trata a Dios con cierta condescendencia, tal vez porque Dios no ha estado perdido en la península de Kamchatka, pasando frío y hambre, y él sí.) Habla sobre los jóvenes judíos rusos que hicieron la revolución y que ahora (esto está escrito probablemente en 1939) están cayendo como moscas. Habla sobre Yuri Piatakov, asesinado en 1937, después del segundo proceso de Moscú. Menciona nombres que Reiter lee por primera vez en su vida. Luego, unas páginas más adelante, vuelve a mencionarlos. Como si él mismo temiera olvidarlos. Nombres, nombres, nombres. Los que hicieron la revolución, los que caerían devorados por esa misma revolución, que no era la misma sino otra, no el sueño sino la pesadilla que se esconde tras los párpados del sueño.
Habla de Lev Kamenev. Lo nombra junto a muchos otros nombres que Reiter también ignora. Y habla sobre sus andanzas en diversas casas de Moscú, gente amiga que presumiblemente lo ayuda y a la que Ansky, por precaución, nombra con números, por ejemplo: hoy estuve en casa de 5, tomamos té y hablamos hasta pasada la medianoche, luego me marché caminando, las aceras estaban nevadas. O bien: hoy he estado con 9, me habló de 7 y luego se puso a divagar sobre la enfermedad, la conveniencia o no de encontrar una cura contra el cáncer.
O bien: esta tarde, en el metro, vi a 13, sin que él advirtiera mi presencia, yo dormitaba, sentado, y dejaba que los trenes pasaran, y 13 leía un libro en el banco vecino, un libro sobre hombres invisibles, hasta que apareció su tren y entonces se levantó, se subió, sin cerrar el libro, pese a que el tren venía lleno.
Y también dice: nuestros ojos se encontraron. Follar con una serpiente.
Y no siente ninguna piedad por sí mismo.
En el cuaderno de Ansky aparece, y es la primera vez que Reiter lee algo sobre él, mucho antes de ver una pintura suya, el pintor italiano Arcimboldo, Giuseppe o Joseph o Josepho o Josephus Arcimboldo o Arcimboldi o Arcimboldus, nacido en 1527 y muerto en 1593. Cuando estoy triste o aburrido, dice Ansky en el cuaderno, aunque es difícil imaginar a Ansky aburrido, ocupado en huir las veinticuatro horas del día, pienso en Giuseppe Arcimboldo y la tristeza y el tedio se evaporan como en una mañana de primavera, junto a un pantano, el paso imperceptible de la mañana que va disipando las emanaciones que suben de la ribera, de los cañaverales. También hay anotaciones sobre Courbet, a quien Ansky considera el paradigma del artista revolucionario. Se burla, por ejemplo, de la concepción maniquea que de Courbet tienen algunos pintores soviéticos. Intenta imaginar el cuadro de Courbet