Con 39 grados de fiebre el chino y el ruso cruzan Pekín y escapan. En el campo les aguardan dos caballos y algunas provisiones. El chino nunca ha montado. El joven le enseña cómo hay que hacerlo. Durante el viaje atraviesan un bosque y luego unas montañas enormes. El fulgor de las estrellas en el cielo parece sobrenatural. El chino se pregunta a sí mismo: ¿cómo se crearon las estrellas?, ¿en dónde termina el universo?, ¿en dónde empieza? El joven lo oye y vagamente recuerda una herida en el costado cuya cicatriz aún le duele, la oscuridad, un viaje.
También recuerda los ojos de una hipnotizadora, aunque los rasgos de la mujer permanecen ocultos, cambiantes. Si cierro los ojos, piensa el joven, la volveré a encontrar. Pero no los cierra.
Penetran en un vasto campo nevado. Los caballos hunden sus patas en la nieve. El chino canta. ¿Cómo se crearon las estrellas?
¿Qué somos en medio del insondable universo? ¿Qué memoria nuestra pervivirá?
De pronto el chino se cae del caballo. El joven ruso lo examina.
El chino es como un muñeco de fuego. El joven ruso toca la frente del chino y luego su propia frente y comprueba que la fiebre los está devorando a ambos. No sin esfuerzo ata al chino a su cabalgadura y reemprende la marcha. El silencio en aquel campo nevado es absoluto. La noche y el paso de las estrellas por la bóveda del cielo no tiene trazas de acabar nunca.
A lo lejos una enorme sombra negra parece superponerse a la oscuridad. Es una cadena montañosa. En la mente del ruso toma forma la posibilidad cierta de morir en las próximas horas en el campo nevado o durante el paso por las montañas. Una voz en su interior le suplica que cierre los ojos, que si los cierra verá los ojos y luego el rostro adorado de la hipnotizadora. Le dice que si los cierra volverá a las calles de Nueva York, volverá a caminar hacia la casa de la hipnotizadora, en donde ésta, sentada en un sillón, en penumbra, lo espera. Pero el ruso no cierra los ojos y sigue cabalgando.
No sólo Gorki leyó
Ansky cita a cuatro, en una especie de ascensión vertiginosa.
El profesor Stanislaw Strumilin la leyó. Le pareció confusa.
El escritor Alexéi Tolstói la leyó. Le pareció caótica. Andréi Zhdanov la leyó. La dejó a la mitad. Y Stalin la leyó. Le pareció sospechosa. Por supuesto, nada de esto llegó a oídos del buen Ivánov, que enmarcó la carta de Gorki y luego la colgó de la pared, bien a la vista de sus cada día más numerosos visitantes.
Su vida, por lo demás, experimentó cambios notables. Le fue concedida una dacha en las afueras de Moscú. Algunas veces le pedían autógrafos en el metro. Tenía una mesa reservada cada noche en el restaurante de los escritores. Pasaba sus vacaciones en Yalta, junto a otros colegas igualmente famosos. Ah, las veladas del Hotel Octubre Rojo de Yalta (antiguo hotel de Inglaterra y Francia), en la enorme terraza junto al Mar Negro, oyendo los acordes lejanos de la orquesta Volga Azul, en noches cálidas con miles de estrellas titilando allá a lo lejos, mientras el dramaturgo de moda lanzaba una frase ingeniosa y el novelista metalúrgico se la retrucaba con una sentencia inapelable, las noches de Yalta, con mujeres extraordinarias que sabían beber vodka sin desmayo hasta las seis de la mañana y con jóvenes sudorosos de la Asociación de Escritores Proletarios de Crimea que acudían a pedir consejos literarios a las cuatro de la tarde.
A veces, cuando estaba a solas, más a menudo cuando estaba solo y
¿A qué tenía miedo Ivánov?, se preguntaba Ansky en sus cuadernos. No al peligro físico, puesto que como antiguo bolchevique muchas veces estuvo próximo a la detención, la cárcel y la deportación, y aunque no se podía decir de él que fuera un tipo valiente, tampoco se podía afirmar, sin faltar a la verdad, que fuera una persona cobarde y sin agallas. El miedo de Ivánov era de índole literaria. Es decir, su miedo era el miedo que sufren la mayor parte de aquellos ciudadanos que un buen (o mal) día deciden convertir el ejercicio de las letras y, sobre todo, el ejercicio de la ficción en parte integrante de sus vidas.
Miedo a ser malos. También, miedo a no ser reconocidos. Pero, sobre todo, miedo a ser malos. Miedo a que sus esfuerzos y afanes caigan en el olvido. Miedo a la pisada que no deja huella.