Hazlo con confianza, hombre, no te va a pasar nada, decía el padre de Amalfitano. Otro día, decía Amalfitano. Tiene que ser ahora mismo, decía su padre. Entonces Amalfitano se ponía a hacer sombra y a moverse con una agilidad sorprendente alrededor de su padre, lanzando de vez en cuando rectos con la izquierda y ganchos con la derecha, y de pronto su padre se adelantaba un poco y le pisaba el pie y ahí se acababa todo, Amalfitano se quedaba quieto o buscaba el clinch o se zafaba, pero en modo alguno se fracturaba el tobillo. Yo creo que el árbitro lo hizo a propósito, decía el padre de Amalfitano. No es posible joderle el tobillo a nadie con un pisotón. Después venían las invectivas: los boxeadores chilenos son todos unos maricones, los habitantes de este país de mierda son todos unos maricones, todos sin excepción, dispuestos a dejarse engañar, dispuestos a dejarse comprar, dispuestos a bajarse los pantalones cuando uno sólo les ha pedido que se quiten el reloj. A lo que Amalfitano, que a los diez años no leía revistas deportivas sino de historia, sobre todo de historia bélica, respondía que ese puesto más bien lo tenían reservado los italianos y que a la Segunda Guerra Mundial se remitía.
Su padre entonces se quedaba en silencio, mirando al hijo con franca admiración y orgullo, como preguntándose de dónde demonios había salido ese niño, y luego seguía en silencio durante otro rato y luego le decía en voz baja, como si le contara un secreto, que los italianos individualmente eran valientes. Y admitía que en masa sólo hacían el payaso. Y resumía que eso, precisamente, era lo que aún daba esperanzas.
Por lo que cabe deducir, pensaba Amalfitano, mientras salía por la puerta delantera y se detenía con un vaso de whisky en el porche y luego se asomaba a la calle en donde se veían algunos coches aparcados, coches abandonados por unas horas y que olían, o eso le parecía a él, a chatarra y sangre, antes de dar media vuelta y dirigirse, sin pasar por el interior de la casa, a la parte trasera del jardín en donde el
Por las mañanas, cuando Amalfitano entraba en la cocina y dejaba su taza de café en el fregadero después de su visita obligada al libro de Dieste, la primera en marcharse era Rosa. Normalmente no se despedían, aunque a veces, si Amalfitano entraba antes o si dejaba para después su salida al jardín trasero, alcanzaba a decirle adiós, a recomendarle que se cuidara o a darle un beso. Una mañana sólo pudo decirle adiós y luego se sentó en la mesa mirando por la ventana el tendedero. El
Los pájaros que cantaban en los jardines vecinos se callaron.
Todo quedó por un instante en completo silencio. Amalfitano creyó oír el ruido de la puerta de la calle y los pasos de su hija que se alejaban. Después oyó el motor de un coche que se ponía en marcha. Esa noche, mientras Rosa veía una película que había alquilado, Amalfitano llamó a la profesora Pérez y le confesó que sus nervios estaban cada vez más alterados. La profesora Pérez lo tranquilizó, le dijo que no tenía que preocuparse en exceso, con tomar algunas precauciones bastaba, no se trataba de volverse paranoico, le recordó que las víctimas solían ser secuestradas en otras zonas de la ciudad. Amalfitano la oyó hablar y de improviso se rió. Le dijo que tenía los nervios de puntapiés. La profesora Pérez no captó el chiste. En este lugar, pensó Amalfitano con rabia, nadie capta nada. Después la profesora Pérez intentó convencerlo para salir juntos ese fin de semana, con Rosa y con el hijo de la profesora Pérez. Adónde, dijo Amalfitano de forma casi inaudible. Podríamos ir a comer a un merendero que está a unos veinte kilómetros de la ciudad, dijo ella, un lugar muy agradable, con piscina para los jóvenes y una enorme terraza sombreada desde donde se veían las estribaciones de una montaña de cuarzo, una montaña de color plateado con vetas negras.