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Te ruego que no te tomes esto como una intromisión en tu libertad. ¿En mi libertad?, pensó Amalfitano sorprendido mientras de un salto llegaba hasta la ventana y la abría y contemplaba un lado de su jardín y el muro o la barda erizada de vidrios de la casa vecina, y los reflejos que la luz de las farolas extraían de los fragmentos de botellas rotas, reflejos muy tenues de colores verdes y marrones y anaranjados, como si la barda en aquellas horas de la noche dejara de ser una barda defensiva y se convirtiera o jugara a convertirse en una barda decorativa, elemento minúsculo de una coreografía que ni el aparente coreógrafo, el señor feudal de la casa vecina, era capaz de discernir ni siquiera en sus partes más elementales, aquellas que afectaban a la estabilidad, al color, a la disposición ofensiva o defensiva de su artefacto. O como si sobre la barda estuviera creciendo una enredadera, pensó Amalfitano antes de cerrar la ventana.

Aquella noche la voz no volvió a manifestarse y Amalfitano durmió muy mal, un sueño turbado por saltos y respingones, como si alguien le arañara los brazos y las piernas, con el cuerpo empapado en transpiración, aunque a las cinco de la mañana la angustia cesó y en el sueño apareció Lola que lo saludaba desde un parque de grandes rejas (él estaba al otro lado), y dos rostros de amigos a los que hacía años que no veía (y a quienes probablemente no volvería a ver jamás) y una habitación llena de libros de filosofía cubiertos de polvo, mas no por ello menos magníficos. A esa misma hora la policía de Santa Teresa encontró el cadáver de otra adolescente, semienterrada en un lote baldío de un arrabal de la ciudad, y un viento fuerte, que venía del oeste, se fue a estrellar contra la falda de las montañas del este, levantando polvo y hojas de periódico y cartones tirados en la calle a su paso por Santa Teresa y moviendo la ropa que Rosa había colgado en el jardín trasero, como si el viento, ese viento joven y enérgico y de tan corta vida, se probara las camisas y pantalones de Amalfitano y se metiera dentro de las bragas de su hija y leyera algunas páginas del Testamento geométrico a ver si por allí había algo que le fuera a ser de utilidad, algo que le explicara el paisaje tan curioso de calles y casas a través de las cuales estaba galopando o que lo explicara a él mismo como viento.

A las ocho de la mañana Amalfitano se arrastró a la cocina.

Su hija le preguntó si había tenido una buena noche. Pregunta retórica a la que Amalfitano respondió encogiéndose de hombros.

Cuando Rosa se marchó a comprar viandas para el día que pensaban pasar en el campo, se preparó una taza de té con leche y se fue a tomárselo a la sala. Después abrió las cortinas y se preguntó si estaba en condiciones de ir a la excursión propuesta por la profesora Pérez. Decidió que sí, que lo que le había pasado la noche anterior era tal vez la respuesta de su cuerpo al ataque de un virus autóctono o el inicio de una gripe.

Antes de meterse en la ducha se tomó la temperatura. No tenía fiebre. Durante diez minutos se mantuvo debajo del chorro de agua, pensando en su actuación de la noche anterior, que le producía vergüenza e incluso conseguía ruborizarlo. De tanto en tanto levantaba la cabeza para que la ducha le diera directamente en la cara. El sabor del agua era diferente del sabor que tenía en Barcelona. Le parecía, en Santa Teresa, mucho más densa, como si no pasara por depuradora alguna, un agua cargada de minerales, con gusto a tierra. En los primeros días adquirió el hábito, que compartió con Rosa, de lavarse los dientes el doble de veces que lo hacía en Barcelona, pues tenía la impresión de que los dientes se ennegrecían como si una delgada película de materia surgida de los ríos subterráneos de Sonora le estuviera cubriendo los dientes. Con el paso del tiempo, sin embargo, había vuelto a cepillárselos tres o cuatro veces al día.

Rosa, mucho más preocupada por su aspecto, siguió cepillándose seis o siete veces. En su clase vio algunos estudiantes con los dientes de color ocre. La profesora Pérez tenía los dientes blancos. Una vez se lo preguntó: si era cierto que el agua de esa parte de Sonora ennegrecía la dentadura. La profesora Pérez no lo sabía. Es la primera noticia que tengo al respecto, le dijo, y prometió averiguarlo. No tiene importancia, dijo Amalfitano alarmado, no tiene importancia, haz de cuenta que no te he preguntado nada. En la expresión del rostro de la profesora Pérez había detectado un asomo de inquietud, como si la pregunta escondiera otra pregunta, ésta altamente ofensiva o hiriente.

Hay que cuidar las palabras, cantó Amalfitano bajo la ducha, sintiéndose totalmente repuesto, lo que sin duda era una prueba de su carácter a menudo irresponsable.

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