¿Por qué está allí?, dijo Rosa. Se me ocurrió de repente, dijo Amalfitano, la idea es de Duchamp, dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real. Lo vas a destrozar, dijo Rosa. Yo no, dijo Amalfitano, la naturaleza. Oye, tú cada día estás más loco, dijo Rosa.
Amalfitano sonrió. Nunca te había visto hacerle una cosa así a un libro, dijo Rosa. No es mío, dijo Amalfitano. Da lo mismo, dijo Rosa, ahora es tuyo. Es curioso, dijo Amalfitano, así debería ser pero lo cierto es que no lo siento como un libro que me pertenezca, además tengo la impresión, casi la certeza, de que no le estoy haciendo ningún daño. Pues haz de cuenta que es mío y descuélgalo, dijo Rosa, los vecinos van a creer que estás loco. ¿Los vecinos, los que ponen trozos de vidrio encima de las tapias? Ésos ni siquiera saben que existimos, dijo Amalfitano, y están infinitamente más locos que yo. No, ésos no, dijo Rosa, los otros, los que pueden ver perfectamente bien lo que pasa en nuestro patio. ¿Alguno te ha molestado?, dijo Amalfitano. No, dijo Rosa. Entonces no hay problema, dijo Amalfitano, no te preocupes por tonterías, en esta ciudad están pasando cosas mucho más terribles que colgar un libro de un cordel. Una cosa no quita la otra, dijo Rosa, no somos bárbaros. Deja el libro en paz, haz de cuenta que no existe, olvídate de él, dijo Amalfitano, a ti nunca te ha interesado la geometría.
Por las mañanas, antes de marcharse a la universidad, Amalfitano salía por la puerta de atrás a beberse los últimos tragos de su café mirando el libro. No había ninguna duda: el papel en el que había sido impreso era bueno y la encuadernación resistía inconmovible los embates de la naturaleza. Los viejos amigos de Rafael Dieste habían escogido buenos materiales para brindarle esa especie de homenaje y de despedida un tanto anticipada, el adiós de unos viejos varones ilustrados (o con la pátina de la ilustración) a otro viejo varón ilustrado. Amalfitano pensó que la naturaleza del noroeste de México, en aquel lugar preciso de su jardín quebrantado, era más bien exigua. Una mañana, mientras esperaba el autobús que lo llevaría a la universidad, se hizo el firme propósito de plantar césped o pasto, y también de comprar un arbolito ya un poco crecido en alguna tienda dedicada a tal menester, y de plantar flores a los lados. Otra mañana pensó que cualquier trabajo que se tomara encaminado a hacer más grato el jardín resultaría a la postre inútil, puesto que no pensaba quedarse mucho tiempo en Santa Teresa. Hay que volver ya mismo, se decía, ¿pero adónde? Y luego se decía: ¿qué me impulsó a venir aquí? ¿Por qué traje a mi hija a esta ciudad maldita?
¿Porque era uno de los pocos agujeros del mundo que me faltaba por conocer? ¿Porque lo que deseo, en el fondo, es morirme?
Y después miraba el libro de Dieste, el
Amalfitano recordaba a veces, después de salir de la Universidad de Santa Teresa o sentado en el porche de su casa o mientras leía los trabajos de sus alumnos, a su padre, que era aficionado al boxeo. El padre de Amalfitano opinaba que todos los chilenos eran unos maricones. Amalfitano, que tenía diez años, le decía: pero, papá, más bien los italianos son los maricones, fíjese si no en la Segunda Guerra Mundial. El padre de Amalfitano miraba muy serio a su hijo cuando éste decía tales palabras.
Su padre, el abuelo de Amalfitano, había nacido en Nápoles. Y él mismo siempre se sintió más italiano que chileno. De todas maneras le gustaba hablar de boxeo, o mejor dicho, le gustaba hablar de combates de los que sólo había leído las crónicas de rigor que aparecían en las revistas especializadas o en las páginas deportivas.
De esta manera podía hablar de los hermanos Loayza, Mario y Rubén, sobrinos del Tani, y de Godfrey Stevens, un maricón señorial y sin pegada, y de Humberto Loayza, sobrino también del Tani, de buena pegada pero poco encajador, de Arturo Godoy, marrullero y mártir, de Luis Vicentini, italiano de Chillán y hombre de buena planta pero al que lo perdió su triste destino de nacer en Chile, y de Estanislao Loayza, el Tani, al que le robaron el cetro mundial en los Estados Unidos de la forma más tonta, cuando el árbitro, en el primer round, le pisó un pie y al Tani se le fracturó un tobillo. ¿Te lo puedes imaginar?, decía el padre de Amalfitano. No me lo puedo imaginar, decía Amalfitano.
Vamos a ver, ponte a hacer sombra a mi alrededor y yo te pisaré el pie, decía el padre de Amalfitano. Mejor no, decía Amalfitano.