Esa noche, cuando volvió Rosa del cine, Amalfitano estaba viendo la televisión sentado en la sala y aprovechó para decirle que había colgado el libro de Dieste en el tendedero de ropa.
Rosa lo miró como si no hubiera entendido nada. Quiero decir, dijo Amalfitano, que no lo he colgado porque previamente lo hubiera mojado con la manguera ni porque se me haya caído al agua, simplemente lo he colgado porque sí, para ver cómo resiste la intemperie, los embates de esta naturaleza desértica.
Espero que no te estés volviendo loco, dijo Rosa. No, no te preocupes, dijo Amalfitano, poniendo cara de despreocupación, precisamente. Te lo aviso para que no lo descuelgues.
Simplemente haz de cuenta que el libro no existe. Bueno, dijo Rosa, y se encerró en su cuarto.
Al día siguiente, mientras sus alumnos escribían, o mientras él mismo hablaba, Amalfitano empezó a dibujar figuras geométricas muy simples, un triángulo, un rectángulo, y en cada vértice escribió el nombre, digamos, dictado por el azar o la dejadez o el aburrimiento inmenso que sus alumnos y las clases y el calor que imperaba por aquellos días en la ciudad le producía. Así:
Cuando volvió a su cubículo descubrió el papel y antes de arrojarlo al cubo de la basura lo examinó durante unos minutos.
El dibujo 1 no tenía mayor explicación que su aburrimiento. El dibujo 2 parecía una prolongación del dibujo 1 pero los nombres añadidos le parecieron demenciales. Jenócrates podía estar allí, no carecía de cierta lógica peregrina, y también Protágoras, ¿pero qué pintaban Tomás Moro y Saint-Simon?, ¿qué pintaba, cómo se sostenía allí Diderot y, Dios de los cielos, el jesuita portugués Pedro da Fonseca, que fue uno más de los miles de comentaristas que ha tenido Aristóteles, pero que ni con fórceps dejaba de ser un pensador muy menor? El dibujo 3, por el contrario, tenía cierta lógica, una lógica de adolescente tarado, de adolescente vagabundo en el desierto, con las ropas deshilachadas, pero con ropas. Todos los nombres, se podría decir, pertenecían a filósofos preocupados por el argumento ontológico. La B que aparecía en el vértice superior del triángulo incrustado en el rectángulo podía ser Dios o la existencia de Dios que surge de su esencia. Sólo entonces Amalfitano reparó en que el dibujo 2 también exhibía una A y una B y ya no tuvo duda ninguna de que el calor, al que estaba desacostumbrado, lo hacía desvariar mientras dictaba sus clases.