En la solapa se advertía que aquel Testamento geométrico eran en realidad tres libros, «con su propia unidad, pero funcionalmente correlacionados por el destino del conjunto», y después decía «esta obra de Dieste, decantación final de sus reflexiones e investigaciones acerca del Espacio, cuya noción se halla implicada en cualquier ordenada discusión sobre los fundamentos de la Geometría». En ese momento Amalfitano creyó recordar que Rafael Dieste era un poeta. Un poeta gallego, naturalmente, o afincado desde hacía mucho en Galicia. Y sus amigos y patrocinadores del libro también eran gallegos, claro, o afincados desde hacía mucho en Galicia, en donde Dieste probablemente había dado clases en la Universidad de La Coruña o de Santiago de Compostela, o puede que ni siquiera hubiera dado clases en la universidad sino en una escuela secundaria, enseñando geometría a rapaces de quince y dieciséis años y mirando por la ventana el cielo permanentemente encapotado de Galicia en invierno y la lluvia que cae a chuzos. Y en la contrasolapa había algún dato más sobre Dieste. Decía: «Dentro de la producción de Rafael Dieste, varia, pero no voluble, sino ceñida a las exigencias de un proceso personal en que la creación poética y la especulativa se hallan como polarizadas por un mismo horizonte, el presente libro tiene sus más directos antecedentes en el Nuevo tratado del paralelismo (Buenos Aires, 1958) y en trabajos más recientes: Variaciones sobre Zenón de Elea y Qué es un axioma, éste seguido -en el mismo volumen- por el titulado Movilidad y Semejanza.» Así que a Dieste, pensó Amalfitano, la cara chorreando sudor al que se adherían microscópicas motitas de polvo, la pasión por la geometría no le venía de nuevo. Y sus patrocinadores, bajo esta nueva luz, dejaban de facto de ser los amigos que se reúnen cada noche en el casino para beber y hablar de política o de fútbol o de queridas, para convertirse con la velocidad del rayo en honorables colegas de universidad, algunos jubilados, sin duda, pero otros en plena actividad y todos pudientes o medianamente pudientes, lo que no evitaba, ciertamente, que, una noche sí y otra noche no, se reunieran, como intelectuales de provincia, es decir como hombres profundamente solitarios pero también como hombres profundamente autosuficientes, en el casino de La Coruña para beber un buen coñac o un whisky y hablar de intrigas y de queridas mientras sus mujeres o, en el caso de los viudos, sus criadas estaban sentadas delante de la tele o preparando la cena. En cualquier caso, para Amalfitano, el problema residía en cómo había llegado ese libro a una de sus cajas de libros. Durante media hora estuvo hurgando en su memoria, mientras hojeaba el libro de Dieste sin prestarle demasiada atención, y finalmente concluyó que todo aquello era un misterio que de momento lo excedía, pero no se rindió.
Le preguntó a Rosa, que en aquel momento estaba encerrada en el baño, maquillándose, si ese libro era suyo. Rosa lo miró y dijo que no. Amalfitano le rogó que lo mirara otra vez y le dijera con total seguridad si era suyo o no. Rosa le preguntó si se sentía mal. Me siento perfectamente, dijo Amalfitano, pero este libro no es mío y ha aparecido en una de las cajas de libros que mandé desde Barcelona. Rosa le contestó, en catalán, que no se preocupara y siguió maquillándose. Como no me voy a preocupar, dijo Amalfitano, también en catalán, si me parece que estoy perdiendo la memoria. Rosa volvió a mirar el libro y dijo:
tal vez sea mío. ¿Estás segura?, preguntó Amalfitano. No, no es mío, dijo Rosa, seguro que no, la verdad es que es la primera vez que lo veo. Amalfitano dejó a su hija delante del espejo del baño y volvió a salir al jardín devastado, donde todo era de color marrón claro, como si el desierto se hubiera instalado alrededor de su nueva casa, con el libro colgando en la mano. Recapituló las posibles librerías en donde lo hubiera podido comprar. Buscó en la primera página y en la última y en la contraportada alguna señal y encontró, en la primera página, la etiqueta cortada de la Librería Follas Novas, S.L., Montero Ríos 37, teléfonos 981-59-44-06 y 981-59-44-18, Santiago. Evidentemente no Santiago de Chile, único lugar del mundo en donde Amalfitano era capaz de verse a sí mismo en un estado de catatonia total, capaz de entrar en una librería, coger un libro cualquiera sin siquiera mirar la portada, pagarlo y marcharse.
Se trataba, era obvio, de Santiago de Compostela, en Galicia.
Por un instante Amalfitano pensó en un viaje de peregrino por el camino de Santiago. Caminó hasta el fondo del patio, en donde su verja de madera se encontraba con un muro de cemento que protegía la casa vecina. Nunca había reparado en él.