Pip volvió a la cocina y abrió el frigorífico. Aquella noche no le apetecía pizza, y de todos modos casi nunca comía más de una porción. Así pues, se preparó un bocadillo de mantequilla de cacahuete y se lo comió mientras encendía el televisor. Miró la tele en silencio un rato con
Capítulo 3
El miércoles amaneció caluroso y soleado, uno de esos días que apenas se dan en Safe Harbour y que impulsan a todo el mundo a buscar el sol y tumbarse agradecidos bajo él durante horas. El aire ya era cálido y quieto cuando Pip se levantó y fue a la cocina aún en pijama. Ophélie estaba sentada a la mesa de la cocina, ante una humeante taza de té, con aspecto fatigado. Ni siquiera cuando conseguía dormir bien se despertaba descansada. Al instante de abrir los ojos, la cruda realidad le asestaba de nuevo un terrible puñetazo en el pecho. En aquel brevísimo y misericordioso segundo previo, la memoria le fallaba, pero el sobrecogedor momento posterior del recuerdo siempre aparecía, inexorable. Y entre ambos puntos, el angustioso pasillo mental en el que percibía de forma instintiva que algo horrible había ocurrido. Cuando se levantaba, el golpe de tantas emociones extremas acumuladas ya la había dejado exhausta, vacía. Las mañanas nunca eran fáciles.
– ¿Has dormido bien? -preguntó Pip educadamente mientras se servía un vaso de zumo de naranja y deslizaba una rebanada de pan en la tostadora. No preparó ninguna para su madre porque sabía que no se la comería. Pip casi nunca la veía comer, y menos en el desayuno.
Ophélie no se molestó en contestar; ambas sabían que carecía de sentido.
– Siento haberme quedado dormida anoche. Tenía intención de levantarme… ¿Cenaste?
Parecía preocupada. Sabía que apenas se ocupaba de su hija, pero se sentía incapaz de cambiar la situación, demasiado paralizada para hacer algo por ella salvo sentirse culpable. Pip asintió. No le importaba prepararse la comida. Era algo que le tocaba hacer a menudo, de hecho casi siempre. Comer sola delante del televisor era mejor que estar sentada a la mesa con su madre y en silencio. Hacía meses que no les quedaba nada que decirse. En invierno había resultado más fácil, cuando tenía deberes que le proporcionaban la excusa perfecta para levantarse de la mesa en cuanto acababa.
La tostada salió despedida con un fuerte chasquido. Pip la cogió, la untó de mantequilla y se la comió sin molestarse en ponerla sobre un plato. No necesitaba plato y sabía que
– Andrea dijo que vendría hoy con el bebé -comentó Pip.
Parecía encantada ante la perspectiva, pues adoraba al pequeño. William, el hijo de Andrea, tenía tres meses y constituía el símbolo de la independencia y el valor de su madre. A los cuarenta y cuatro años había decidido que no tenía demasiadas probabilidades de encontrar a su príncipe azul y casarse, de modo que concibió al bebé por inseminación artificial y con ayuda del semen de un donante, y en abril dio a luz a un rechoncho y vivaracho bebé de cabello oscuro, risueños ojos azules y una risa deliciosa. Ophélie era la madrina, al igual que Andrea era la madrina de Pip.
Las dos mujeres eran amigas desde que Ophélie se trasladara a California dieciocho años antes con su esposo. Antes habían vivido dos años en Cambridge, Massachusetts, donde Ted daba clases de física en Harvard. Nadie había albergado jamás ninguna duda de que Ted era un genio, un hombre brillante, callado, tímido, casi taciturno en ocasiones, pero también atable y al principio cariñoso. El tiempo y los avalares de la vida habían acabado por endurecerlo y convertirlo en una persona amargada. Hubo años muy duros cuando nada le salía como deseaba y apenas ingresaban dinero. De repente, en los últimos cinco años, la suerte le había sonreído. Dos de sus inventos le granjearon una auténtica fortuna, y la vida se había tornado mucho más fácil. Pero Ted ya no era un hombre de corazón ni espíritu abiertos.