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Otras formas más enrevesadas y caprichosas, las mismas que, quizás de manera más violenta, suscitan el rechazo del espectador — un rechazo, claro está, instintivo —, son los mimoides. Podríamos decir, sin exagerar en absoluto, que Giese se enamoró de ellos y se implicó por completo en su investigación, en su descripción y en la búsqueda de su esencia. Al bautizarlos, intentó reflejar su aspecto más singular, desde el punto de vista del ser humano: cierta tendencia a imitar las formas que lo rodean, independientemente de si son cercanas o lejanas.

Un día, en las profundidades del océano, un círculo plano, ancho, de bordes desgarrados y una superficie sobre la que parece que hayan vertido alquitrán, empieza a oscurecerse. Más de diez horas después, se despedaza, muestra una fragmentación cada vez más pronunciada y, al mismo tiempo, se abre camino hacia arriba, hacia la superficie. Cualquier observador juraría que debajo se está produciendo una violenta lucha, porque de los alrededores acuden infinitas filas de sincrónicas olas circulares a modo de labios fruncidos, como vivos y musculosos cráteres a punto de cerrarse; se acumulan sobre el negruzco y tambaleante delirio derramado en lo más hondo y, tras pararse en seco, se precipitan al vacío. Cada uno de estos desplomes de centenares de toneladas va acompañado por un estruendo — dilatado en segundos, pegajoso y chasqueante —, porque aquí todo sucede a una escala tremenda. El oscuro ser es empujado hacia el fondo, con cada golpe parece aplastarse y dispersarse; de las capas colgantes como alas mojadas, se separan alargados racimos que, a su vez, se estrechan, formando largos collares que se funden entre ellos y ascienden flotando, mientras soportan el peso del disco matriz adherido, aglutinado; entre tanto, por encima de ellos, anillos de olas desaparecen en medio de un enorme círculo cada vez más hundido. Este juego a veces se desarrolla durante un día; otras, a lo largo de un mes. En ocasiones, todo acaba aquí. El escrupuloso Giese denominó aquella variante «mimoide abortivo», como si tuviera unos conocimientos exactos y adquiridos de forma misteriosa, según los cuales el fin de esos cataclismos fuera un «mimoide maduro», es decir, una colonia de pólipos de piel clara (de tamaño habitualmente mayor al de una ciudad terrestre) cuyo destino es la imitación de las formas exteriores. Obviamente, no faltó otro solarista, llamado Uyvens, que consideró «degenerativa» esa última fase, una involución, una atrofia; y en el bosque de formas creadas vio una clara muestra de la liberación, por parte de los seres pedúnculos, del poder de la matriz.

Sin embargo, Giese — quien en todas las descripciones de las demás creaciones solaristas muestra una actitud de hormiga caminando sobre un glaciar y no se permite desviación alguna de su medido y rígido discurso— estaba tan convencido de estar en lo cierto que clasificó las siguientes fases de aparición de un mimoide en un orden creciente de perfección.

Un mimoide visto desde arriba parece una ciudad; sin embargo, eso es solo una ilusión causada por la necesidad de encontrar analogías con lo conocido. Cuando el cielo está limpio, una masa de aire caliente envuelve el conjunto de excrecencias de varios pisos de altura, coronadas por altas estacadas; en consecuencia, las formaciones, ya de por sí difíciles de determinar, empiezan a balancearse y a doblarse. La aparición de la primera nube sobre el cielo azul (lo digo por costumbre, dado que el «celeste» cobra aquí un tono bermejo o extremadamente blanco, dependiendo de los días) causa una respuesta inmediata. Comienza así una brotación acelerada: una capa dúctil, ahuecada en forma de coliflor, es lanzada al aire, separándose casi por completo de la base; al mismo tiempo, empalidece y, a los pocos minutos, acaba pareciéndose a un cúmulo. Este objeto gigante proyecta una sombra rojiza, como si los picos del mimoide se lo fueran pasando unos a otros con un movimiento siempre inverso al de la nube real. Creo que Giese se hubiera dejado cortar un brazo a cambio de poder averiguar el origen de este fenómeno. No obstante, esas «solitarias» creaciones del mimoide no son nada en comparación con la desenfrenada actividad que desencadena cuando se «irrita» por la presencia de objetos y formas que surgen sobre su superficie por culpa de los forasteros llegados de la Tierra.

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