—El voivode desea verte.
Había un asomo de miedo en su voz.
lason se apresuró a regresar. ¿Qué había ido mal? No fue conducido a la sala con el alto trono. En vez de ello, Bela lo aguardaba en un parapeto. Dos hombres de armas se mantenían firmes tras él, los rostros inexpresivos bajo los emplumados cascos.
El día y la brisa eran una burla en los ojos de Bela. Escupió a los pies de Bela.
—Ottar me ha llamado —dijo.
—Yo… Él ha dicho…
—Y yo que creía que lo único que intentabas era llevarte a una muchacha a la cama. ¡No que pretendieras destruir la casa que te había acogido!
—Mi señor…
—No temas nada. Me has arrancado una promesa. Ahora deberé pasar años intentando compensar a Ottar por haberle defraudado.
—Pero…
«¡Calma! ¡Calma! Tenías que haberte esperado esto.»
—No viajarás en un aparato de guerra. Tendrás tu escolta, sí. Pero la máquina que te lleve será quemada inmediatamente después. Ahora ve a esperar junto a los establos, cerca del montón de estiércol, hasta que estemos dispuestos.
—No pretendía hacer ningún daño —protestó lason—. Yo no sabía.
—Lleváoslo antes de que lo mate —ordenó Bela.
Steinvik era vieja. Aquellas estrechas calles adoquinadas, aquellas sombrías casas, habían visto las naves dragón. Pero el mismo viento soplaba del Atlántico, salado y fresco, para apartar de lason los últimos vestigios de aquel dolor que lo había seguido en su viaje hasta allí. Anduvo silbando por entre la multitud.
Un hombre de Westfall, o de América, hubiera vuelto con las orejas gachas. ¿Acaso no había fracasado? ¿ Acaso no tendría que ser reemplazado por alguien cuya historia falsa no mencionara la Hélade? Pero en Eutopía todo se miraba con miradas serenas. Su fracaso era debido a un error honesto: un error que no hubiera cometido si hubiera sido adiestrado más cuidadosamente antes de ser enviado. Uno aprende a través del error.
El recuerdo de la gente de Ernvik y Varady —generosa, alegre, una gente cuya amistad le hubiera gustado poder conservar— le atormentó un poco. Pero también dejó aquello de lado. Eran otros mundos, una infinidad de ellos.
Una enseña crujía al viento. La Hermandad de Hunyadi e Ivar, Armadores. Un buen camuflaje aquel, en una ciudad donde una de cada dos empresas estaba consagrada al mar. Corrió hasta el segundo piso. Los escalones crujieron bajo sus botas.
Abrió la palma de su mano ante un mapa en la pared. Un rastreador oculto identificó sus huellas dactilares, y una puerta oculta se abrió. La habitación al otro lado estaba decorada a la moda local. Pero sus hermosas proporciones hablaban del hogar; y una estatuilla de Niki extendía sus alas sobre una estantería.
«Niki… Niki… ¡Vuelvo a ti!» Su corazón estaba desbocado.
Daimonax Aristides alzó la vista desde su escritorio. A veces lason se preguntaba si había algo en el mundo que pudiera hacer perder la calma a aquel hombre.
—¡Alegrémonos! —rugió su profunda voz—. ¿Qué es lo que te trae aquí?
—Malas noticias, me temo.
—¿Sí? Tu actitud sugiere que el asunto no es catastrófico. —Daimonax abandonó su silla, se dirigió al gabinete de las bebidas, llenó un par de sencillos y hermosos vasos con vino, y se relajó en un diván—. Ven, cuéntame.
lason se le unió.
—Sin saberlo —dijo—, violé lo que parece ser un tabú primario. Tuve suerte de salir con vida de ello.
—Oh. —Daimonax se acarició la barba color gris acero—. No es la primera vez que ocurre, y tampoco será la última. Tanteamos nuestro camino hacia el conocimiento, pero la realidad siempre nos
sorprenderá… Bien, felicitaciones por salvar la piel. No me hubiera gustado tener que llorarte.
Solemnemente, derramaron una libación antes de beber. El hombre racional reconoce su propia necesidad de ceremonial; Oy por qué no satisfacerla observando los ritos de un antiguo mito? Además, el suelo era a prueba de manchas.
—¿Estás preparado para informar? —preguntó Daimonax.
—Sí. He ordenado los datos en mi cabeza en mi viaje hasta aquí. , Daimonax conectó una grabadora, pronunció algunas palabras de catalogación, y dijo:
—Adelante.
lason se felicitó por haber preparado tan bien su informe: claro, franco y completo. Pero mientras hablaba, pese a su voluntad, sus experiencias volvieron a él, no a su cerebro sino a sus entrañas. Vio las olas brillar en el mayor de los Pentalimne; recorrió los salones del castillo de Ernvik con el orgulloso y maravilloso joven Leif; se enfrentó a un Ottar convertido en animal; huyó de su encierro dominando a un guardia y haciendo una derivación en los controles de un coche con dedos temblorosos; escapó por una carretera desierta y se tambaleó en mitad de un vacío bosque; Bela escupió a sus pies y su triunfo no fue de pronto más que cenizas. Finalmente, no pudo contenerse:
—
—Fue un olvido —admitió Daimonax—. Pero hemos estado apartados de esto durante tanto tiempo que aún tendemos a dar demasiadas cosas por sabidas.