Me cambio de ropa en el dormitorio y me detengo a mirar la foto de Sihem que preside la mesilla de noche. Su sonrisa es amplia como un arco iris, pero no así su mirada. La vida no la ha tratado bien. Huérfana de madre con dieciocho años -que murió de cáncer-, y de padre, fallecido en un accidente de carretera unos años después, tardó una eternidad en aceptarme como marido. Temía que el destino, que se había ensañado con ella, la volviera a desarmar. Tras un decenio largo de vida conyugal, y a pesar del amor que le profeso, sigue temiendo por su felicidad, convencida de que cualquier cosa podría echarlo todo a perder. Sin embargo, la suerte no deja de favorecernos. Cuando Sihem se casó conmigo, mi única fortuna era un viejo coche asmático que no paraba de averiarse. Vivíamos en un barrio proletario donde los apartamentos tenían poco que envidiar a una madriguera. Nuestro mobiliario era de formica y no todas las ventanas tenían cortinas. Hoy tenemos una magnífica vivienda en uno de los barrios más encopetados de Tel Aviv y una cuenta corriente bastante saneada. Todos los veranos nos escapamos a un país de jauja. Conocemos París, Frankfurt, Barcelona, Amsterdam, Miami y el Caribe, y tenemos un montón de amigos a los que queremos y que nos quieren. A menudo invitamos a gente a casa, y nos invitan a saraos de sociedad. He conseguido hacerme una reputación honorable y me han premiado varias veces por mis trabajos científicos y la calidad de mis servicios. Sihem y yo mantenemos una íntima amistad con notables de la ciudad, con autoridades civiles y militares y hasta con figuras del espectáculo.
– Sonríes como la suerte, cariño -digo dirigiéndome al retrato-. Bastaría con que cerrases los ojos de vez en cuando.
Me beso el dedo, lo pongo sobre la boca de Sihem y me meto en el cuarto de baño. Permanezco unos veinte minutos bajo el agua ardiente de la ducha y luego, envuelto en mi albornoz, comisqueo un bocadillo en la cocina. Tras cepillarme los dientes, regreso al dormitorio, me meto en la cama y tomo una pastilla para dormir el sueño de los justos…
El teléfono suena dentro de mi cabeza como una perforadora, sacudiéndome de pies a cabeza como si fuera una descarga de electrochoque. Aturullado, busco a tientas la luz sin localizarla. El teléfono sigue exacerbando mis sentidos. Una ojeada al despertador me informa de que son las tres y veinte de la mañana. Vuelvo a tender la mano en la oscuridad sin saber si debo descolgar o encender.
Vuelco algo sobre la mesa camilla y, tras varios intentos, consigo hacerme con el auricular.
El silencio que sigue casi me despabila.
– ¿Diga?…
– Soy Naveed -me dice un hombre al otro lado de la línea.
Tardo algo en reconocer la voz rasposa de Naveed Ronnen, un alto cargo de la policía. La pastilla que he tomado me tiene entumecido el cerebro. Tengo la impresión de estar dando vueltas a cámara lenta en alguna parte y que, suspenso entre el adormecimiento y la somnolencia, el sueño en que andaba metido se dispersa entre otros sueños inextricables, deformando hasta la ridiculez la voz de Naveed Ronnen que, esta noche, parece surgir de un pozo.
Aparto la sábana para poder sentarme. La sangre me late sordamente en las sienes. Debo sondear en lo más hondo de mi ser para disciplinar mi jadeo.
– ¿Sí, Naveed?…
– Te llamo desde el hospital. Te necesitamos aquí.
En la penumbra de mi habitación, las agujas fosforescentes del despertador se enredan segregando una estela verdosa.
El auricular me pesa en el puño como si fuera un yunque.
– Acabo de acostarme, Naveed. Me he pasado el día operando y estoy reventado. El doctor Ilan Ros está de guardia. Es un excelente cirujano…
– Lo siento, tienes que venir. Si no te encuentras bien, mando a alguien a buscarte.
– No creo que sea necesario -contesto revolviéndome la cabellera.
Oigo a Naveed carraspear al otro lado de la línea y percibo el jadeo de su respiración. Voy lentamente recobrando el sentido y la visión a mi alrededor.
Veo por la ventana una nube deshilachada intentando envolver la luna. Más arriba, miles de estrellas se creen luciérnagas. Ni un ruido altera la calle, como si la ciudad hubiese sido evacuada mientras dormía.
– ¿Amín?…
– ¿Sí, Naveed?
– Nada de excesos de velocidad. Nos sobra tiempo.
– Si no es urgente, por qué…
– Por favor -me interrumpe-. Te espero.
– De acuerdo -digo sin pretender enterarme-. ¿Puedes hacerme un pequeño favor?
– Depende…
– Avisa a tus controles y a las patrullas de que voy a pasar. Tus hombres me parecieron muy nerviosos antes, cuando regresé a casa.
– ¿Sigues con el mismo Ford blanco?
– Sí.
– Voy a darles un toque.
Cuelgo y me quedo un rato mirando el auricular, intrigado por la llamada y el tono impenetrable de Naveed. Luego, me pongo las zapatillas y voy al cuarto de baño a lavarme la cara.