En el aparcamiento, los policías van y vienen en una especie de sordo frenesí. El chisporroteo de sus radios salpica el silencio. Un oficial da instrucciones desde un 4x4, con el fusil de asalto sobre el salpicadero.
Llego hasta mi coche, embriagado por la brisa nocturna. El Nissan de Kim está aparcado donde lo encontré esta mañana, con las ventanas delanteras medio bajadas por el calor. Deduzco que sigue en el hospital, pero estoy demasiado cansado para buscarla.
Al salir del hospital, la ciudad parece serena. El drama que acaba de estremecerla no ha alterado sus costumbres. Colas interminables de coches tienen copada la carretera de circunvalación de Petah Tiqwa. Los cafés y restaurantes rebosan de gente. Los noctámbulos invaden las aceras. Giro hacia la avenida Gevirol hasta Bet Sokolov, donde un control obliga a los conductores a rodear el barrio de Haqirya, aislado del resto de la ciudad por un drástico dispositivo de seguridad. Consigo colarme hasta la calle Hasmonaím, envuelta en un silencio sideral. Puedo ver de lejos el local de comida rápida que el kamikaze ha hecho volar por los aires. La policía científica analiza el lugar de la matanza y va tomando muestras. Todo el frontal del restaurante está destrozado. El techo se ha desmoronado sobre la parte trasera, rayando la acera con regueros negros. Una farola arrancada de cuajo cruza la calzada sembrada de residuos de todo tipo. El impacto ha sido de una violencia inaudita; los cristales de los edificios circundantes se han hecho añicos y algunas fachadas están desconchadas.
– No se quede ahí -me ordena un poli surgido de no sé dónde.
Barre mi vehículo con su linterna, la dirige hacia la matrícula y
– No haga ningún gesto brusco -me advierte-. Quiero ver sus manos sobre el volante. ¿Qué hace usted por aquí? ¿No ve que la zona está acotada?
– Regreso a mi casa.
Un segundo agente acude en su ayuda.
– ¿Por dónde se ha colado éste?
– ¡Y yo qué puñetas sé! -dice el primero.
El segundo poli pasea a su vez su linterna sobre mí, me echa una mirada torva y desconfiada.
– ¡Sus papeles!
Se los alargo. Los comprueba y vuelve a enfocarme con su linterna. Mi nombre árabe le preocupa. Siempre ocurre lo mismo tras un atentado. Los maderos están con los nervios de punta y las caras sospechosas exacerban su susceptibilidad.
– Salga -me ordena el primer agente- y póngase de cara al coche.
Obedezco. Me empuja con fuerza contra el techo del vehículo, me aparta las piernas con su pie y me somete a un cacheo sistemático.
El otro abre y registra el maletero.
– ¿De dónde viene?
– Del hospital. Soy el doctor Amín Jaafari, soy cirujano en Ichilov. Acabo de salir de la sala de operaciones. Estoy reventado y quiero volver a mi casa.
– Está bien -dice el otro policía cerrando el maletero-. No hay nada extraño por aquí.
El otro se niega a que me vaya así porque sí. Se aleja un poco y comunica a la central mi filiación y la información contenida en mi permiso de conducir y mi carné profesional. «Es un árabe nacionalizado israelí. Dice que acaba de salir del hospital en el que es cirujano… Jaafari, con dos aes… Comprueba en Ichilov…» Regresa a los cinco minutos, me devuelve los papeles y me pide en tono perentorio que dé media vuelta sin mirar atrás.
Llego a casa hacia las once, mareado de cansancio y de despecho. De regreso, me han interceptado cuatro patrullas y registrado minuciosamente. Por más que presentara mis papeles y diera a conocer mi profesión, los polis sólo se fijaban en mi cara. Durante un momento, un joven agente que no soportaba mis protestas me apuntó y amenazó con saltarme la tapa de los sesos si no cerraba el pico. Tuvo que intervenir enérgicamente el oficial, que lo puso en su sitio.
Me siento aliviado al llegar sano y salvo a mi calle.
Sihem no me abre. No ha regresado de Kafr Kanna. Tampoco ha venido la asistenta. Mi cama está deshecha, tal como la dejé esta mañana. No hay mensaje en el contestador del teléfono. Tras una jornada tan agitada como la que acabo de vivir, la ausencia de mi mujer no me preocupa más de la cuenta. A menudo le da por prolongar la estancia en casa de su abuela. A Sihem le encanta la finca y las veladas nocturnas sobre un cerro bañado por la luz tranquila de la luna.