Читаем Adiós Muchachos полностью

Mientras las dos mujeres permanecen en la cocina, Víctor observa los detalles de la sala: muebles de estilo, originales de pintura cubana, un cortinado elegante, adornos de buen gusto.

Alicia regresa con una bandeja, dos botellas de cerveza y sendos vasos.

En ese momento, Víctor descubre lo que inevitablemente tenía que descubrir: la foto del desnudo. Frunce el ceño. Luego sonríe.

– ¡Híjole! ¿Eres tú, no? -y con la foto en la mano la observa

más de cerca.

– Sí, es tomada de un cuadro -se ríe Alicia, mientras destapa

las botellas y se dispone a llenar los vasos.

– Para mí está bien en la botella, gracias. ¿Así que tomada de un cuadro…?

Alicia se empuja un larguísimo trago de cerveza, suspira

satisfecha, deja el vaso sobre la mesa y le tiende la mano.

– El cuadro arriba. Ven que te lo enseño.

Víctor coge su botella y se deja conducir escaleras arriba.

Por cierto, una bella casa.

¿Quién sería aquella extraña muchacha?

De momento, una hembra monumental, que se comporta con una rara autenticidad (patadas a la bicicleta, coño, mamá no jodas) y una elegante desenvoltura. También se lo pareció su madre; un poco chiflada, pero con clase.

Durante el trayecto, Alicia había despotricado contra el transporte habanero y lo harta que estaba de moverse a dedo, o lidiar el drama mecánico de su bicicleta.

Sobre la pared de la escalera en espiral, colgaban unas telas; entre ellas la de un gallo polícromo, onda Mariano. ¿Un original?

Al entrar en una habitación, cama destendida, mesa de dibujo repleta de papeles, destacaba sobre la cabecera el gran desnudo de Alicia que viera en la foto.

– Hmmm, excelente -apreció Víctor- y pasó la mano sobre un pezón.

Ella soltó una risita pícara.

– Nada más que para palpar la textura -simuló disculparse-. ¿Hecho en Cuba?

– Sí -dijo ella, rebuscando algo en un cajón del escritorio.

Media hora después, tras haber visto el otro cuadro en la habitación de los espejos, informarse de que Alicia no era exactamente especialista en pintores sino más bien en hombres apuestos; tras saborear la humedad de sus labios furtivos; sentir un seno demoledor sobre el brazo; haber dado cautas palmaditas a un perrazo bizco; enterarse de que Leonor había devuelto la guitarra; oírle a Alicia una canción de Marta Valdés y el bolero Dos gardenias a Margarita, probar unos camarones enchilados, sonreír ante los infaltables comentarios sobre su pinta de Alain Delon y su acento de Jorge Negrete, explicar su nacionalidad canadiense, sus veinticinco años de residencia en México, sus estudios en los EE.UU., tomarse otra cerveza, despedir a Margarita a quien ¡uyyy! se le hacía tarde para su cita con el dentista, y enterarse de que aquella era su casa, Víctor recibe el primer beso prolongado, prolongadísimo y ardiente.

Sin interrumpir el beso, ella detecta y evalúa con la mano su inmediata turgencia; se la aprueba con los ojos y un movimiento de cabeza, y comienza a desabrocharse la blusa. Pero él la detiene suavemente y se la vuelve a abrochar, con calma.

– Ahora, no. Los langostinos me han abierto el apetito. Primero

vamos a cenar. Ayer descubrí un restaurante nuevo…

– I'm sorry, pero no puedo. Esta misma noche tengo que conseguir un mecánico que me arregle la bicicleta. Si no, no tengo cómo ir mañana a la facultad…

Víctor saca de la cartera unos dólares e intenta ponerlos sobre la mesa.

Alicia lo mira furiosa:

– Hazme el favor, guárdate eso. Yo no le recibo un centavo a nadie. ¿Quién te has creído que soy?

Víctor se muestra muy confundido:

– Perdóname, yo no quise… Sólo pretendía que pudieras comprarte otra bicicleta… para poder salir juntos ésta noche.

– Oyeme bien: en este país, lo único que nos queda, es la dignidad…

Y mientras Alicia inicia el archimemorizado exordio, introductorio de su arenga ético-sentimental-revolucionaria, Víctor hace un gesto de darse por vencido, se mete la cartera en el bolsillo y le pone dulcemente una mano sobre los labios.

– OK, de acuerdo, admiro tu posición, pero por lo menos acéptame cenar juntos…

– Tampoco te acepto eso. Me da vergüenza y me pone triste.

– No entiendo.

– ¡Claro! Como tú vives en la luna… -Y con una mirada lacrimógena-: ¿No comprendes, coño, que con lo que te vas a gastar en una cena conmigo, una familia cubana compra comida para dos meses? Me resultaría indigesto aceptar… Inmoral…

– Entonces, vamos a mi casa. Yo mismo te preparo algo. más tarde regresamos por la bicicleta y te llevo a lo del mecánico.

Alicia lo mira pensativa y se muerde el labio.

– Decídete, verás que no cocino mal. Pasaremos un buen rato.

Y por obedecer al llamado del destino, esa tarde Alicia quebrantó la norma de no dormir fuera de su casa.

Desde el comienzo de su ejercicio, nunca lo había hecho.

Por supuesto: nunca un Alain Delon de 37 años le había ofrecido cocinar para ella.

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