En la planta alta, tres alcobas con sendos baños, un saloncito y una terraza. Abajo, la sala del estanque y un comedor contiguo a la enorme cocina, muy bien equipada; a la derecha, un estudio y otra alcoba, ambos con baños independientes.
– ¡Uyyy! Aquí se puede dar un baile para cincuenta personas…
Cuando regresan a la sala, él abre un ventanal que da a un extenso césped, muy cuidado, con rboles añosos y una piscina al fondo.
Mientras ella se asoma a observar el jardín, Víctor manipula algo en lo alto de un librero, y luego enciende un equipo de compactos.
Comienza a oírse una guaracha.
Ante el espejo, ella se pone a bailarla, provocativa. Él viene por detrás y la coge de la cintura.
Ella se da vuelta y lo obliga a bailar. Él comienza a seguirla con bastante desenvoltura.
– Sigues bien el ritmo -le dijo ella-. Pero eres un poco rígido y no tienes ni idea de bailar guaracha. Mira: ponme atención.
Cinco minutos después, él la arrastra urgido a un rincón, donde hay un amplio sofá. Ella prefiere el piso alfombrado. Insiste en cabalgarlo, para enseñarle a bailar guaracha.
Decúbito supino, Víctor pierde inmediatamente su rigidez y aprende a quebrar la cadera.
Cuando logra su primer orgasmo de aquella noche, ya ha penetrado también el alma folklórica de la guaracha, como si hubiera nacido en un barrio de La Habana.
Y para gran sorpresa de Alicia, él proyecta un video que le tomara con una cámara oculta. El equipo ha captado perfectamente la cabalgata danzaria en aquel rincón.
– ¡Coño! Eso si que no… -protesta Alicia.
Él la tranquiliza. Si tuviera malas intenciones no le haría ver el video. Simplemente, él goza y se excita mucho por los ojos, y tiene el antojo de hacerle el amor otra vez, mientras contempla la acción de sus nalgas soberbias, al compás de la música, en el monitor.
Ella comprende, no muy convencida todavía, pero sí, claro…
Y él promete regalarle el casette o destruirlo en cuanto lo vean.
Poco después, mientras disfruta el beso de la boa (creación y nomenclatura de Alicia), Víctor comienza a dilatarla por detrás, con demorada pericia digital.
Sabiendo lo que vendrá, ella se mosquea y le hace un hociquito:
– ¡Culívoro!
Cuando la hubo dilatado suficientemente, se coloca un preservativo y la posee, en efecto, por vaso indebido, con la vista fija en el video.
Ella no sintió dolor. Y al ver en el video sus propias nalgas y cintura en acción, sintió un río en la vagina. Se excitó como nunca. Porque nunca se había visto desde ese ángulo. Y por primera vez logró un disfrute en aquella posición, que normalmente la mortificaba y solía rehusar.
Fue algo nuevo. ¿Narcisismo, tal vez?
En todo caso, un sentimiento de exquisita perversidad.
Por fin encontraba un tipo que le enseñaba algo.
Y cuando Víctor, para derramarse, cambió de vaso sin variar su posición cuadrúpeda, ella inició un orgasmo a tirones, con grititos entrecortados. Y al sentirlo por fin muy caliente, en el útero, soltó amarras y lo acompañó en el crescendo de sacudones y gemidos, en absoluta simultaneidad con lo que ocurría en la danza del video.
Al resucitar Alicia, él fumaba boca arriba. Estiró un brazo, sacó el video del equipo y se lo entregó.
Alicia le sonrió lánguida, satisfecha.
– Con tu sentido natural del ritmo y un par de lecciones más, vas a enloquecer a las cubanas.
– A mí no me interesa el ritmo ni las cubanas: me interesas tú.
Ella lo miró, halagada.
Estuvo a punto de abalanzarse en sus brazos. Se obligó a contener aquel insólito impulso de entrega. Sintió miedo.
Pero tuvo el suficiente buen tino para coger el cassette y guardarlo en su bolso.
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