Esa noche Lola durmió en su nicho, aunque estuvo tentada de meterse en la cripta abierta, feliz porque las cosas empezaban a mejorar. Cuando amaneció se lavó todo el cuerpo usando un trapo mojado, se lavó los dientes, se peinó y se puso ropa limpia, y luego salió a la carretera para hacer autoestop en dirección a Mondragón. En el pueblo compró un trozo de queso de cabra y una barra de pan y desayunó en la plaza, con hambre, pues la verdad es que ya ni recordaba cuándo había comido por última vez. Después entró en un bar lleno de obreros de la construcción y se tomó un café con leche. Había olvidado la hora en que Larrazábal dijo que iría al cementerio y no le importaba, de la misma manera distante en que Larrazábal y el cementerio y el pueblo y el paisaje trémulo de esa hora de la mañana tampoco le importaban. Antes de salir del bar se metió en el cuarto de baño y se miró en el espejo. Volvió caminando hasta la carretera e hizo autoestop hasta que una mujer se detuvo al lado de ella y le preguntó adónde iba. Al manicomio, dijo Lola. Su respuesta molestó visiblemente a la mujer, que sin embargo le dijo que subiera. Ella también se dirigía hacia allí. ¿Va usted a visitar a alguien o está internada?, le preguntó. Voy de visita, respondió Lola. El rostro de la mujer era delgado, ligeramente alargado, de labios casi inexistentes que le daban un aire frío y calculador, aunque tenía los pómulos bonitos y vestía como una profesional que ya no es soltera, que se tiene que ocupar de una casa, de un marido y puede que incluso de un hijo. Yo tengo a mi padre allí, confesó. Lola no dijo nada. Al llegar a la puerta de acceso Lola se bajó del coche y la mujer siguió sola. Durante un rato vagabundeó por la frontera del manicomio.
Escuchó ruido de caballos y supuso que en alguna parte, más allá del bosque, tenía que haber un club hípico o un picadero. En cierto momento distinguió los tejados rojos de una casa que no tenía nada que ver con el manicomio. Retrocedió sobre sus pasos. Volvió a aquella parte de la verja desde donde tenía la mejor panorámica del parque. Cuando el sol ascendía vio a un grupo de pacientes que salían de forma compacta de un pabellón de pizarra y luego se desperdigaban por los bancos del parque y empezaban a encender cigarrillos y a fumar. Creyó distinguir al poeta. Iba acompañado de dos internos y vestía un pantalón vaquero y una camiseta de color blanco y muy holgada. Le hizo señas con los brazos, al principio con timidez como si tuviera los brazos agarrotados por el frío, después de forma notoria, trazando dibujos extraños en el aire aún frío, procurando que sus señales adquirieran la perentoriedad de un rayo láser, intentando transmitirle frases telepáticas.
Pasados cinco minutos se dio cuenta de que el poeta se levantaba de su banco y que uno de los locos le propinaba una patada en las piernas. Contuvo con esfuerzo las ganas que sintió de gritar. El poeta se giró y devolvió la patada. El loco, que se había vuelto a sentar, la recibió en el pecho y cayó fulminado como un pajarito. El que estaba fumando a su lado se levantó y persiguió al poeta durante unos diez metros, dándole patadas en el culo y puñetazos en la espalda. Luego volvió tranquilamente a su asiento, en donde el otro se reanimaba y se frotaba el pecho, el cuello y la cabeza, acto desde todo punto desmedido pues la patada la había recibido únicamente en el pecho. En ese momento Lola dejó de hacer señales. Uno de los locos del banco comenzó a masturbarse. El otro, el que se dolía exageradamente, hurgó en uno de sus bolsillos y sacó un cigarrillo. El poeta se acercó a ellos. Lola creyó oír su risa. Una risa irónica, como si les estuviera diciendo: chavales, no sabéis encajar una broma. Pero tal vez el poeta no se reía. Tal vez, decía Lola en su carta a Amalfitano, era mi locura la que se reía. En cualquier caso, fuera o no su locura, el poeta se acercó a donde estaban los otros dos y les dijo algo. Ninguno de los locos le respondió. Lola los vio: los locos miraban el suelo, la vida que latía a ras de tierra, entre las hierbas y bajo los terrones sueltos. Una vida ciega en donde todo era claro como el agua. El poeta, en cambio, presumiblemente miraba los rostros de sus compañeros de infortunio, primero a uno y luego al otro, buscando una señal que le indicara que podía volver a sentarse sin peligro en el banco. Cosa que finalmente hizo. Alzó una mano en señal de tregua o rendición y se sentó en medio de los otros dos. Alzó una mano como quien alza los jirones de una bandera. Movió los dedos, cada dedo, como si éstos fueran una bandera en llamas, la bandera de los que nunca se rinden. Y se sentó en medio y luego miró al que se estaba masturbando y le habló al oído. Esta vez Lola no lo oyó pero vio claramente cómo la mano izquierda del poeta se introducía en la oscuridad del albornoz del otro. Y luego los vio fumar a los tres. Y vio las volutas de artesanía que salían de la boca del poeta y de su nariz.