Se marchó a las Landas. Volvió a Bayona. Estuvo en Pau y en Lourdes. Una mañana vio un tren lleno de enfermos, paralíticos, adolescentes con parálisis cerebral, campesinos con cáncer de piel, burócratas castellanos con enfermedades terminales, ancianas de buenos modales vestidas como carmelitas descalzas, gente con erupciones en la piel, niños ciegos, y sin saber cómo se puso a ayudarlos, como si fuera una monja vestida con vaqueros puesta allí por la Iglesia para auxiliar y encauzar a los desesperados que poco a poco se subían a autobuses estacionados fuera de la estación de trenes o que hacían largas colas como si cada uno de ellos fuera una escama de una serpiente enorme y vieja y cruel, pero eminentemente sana. Después llegaron trenes italianos y trenes del norte de Francia y Lola se movía entre ellos como una sonámbula, sus grandes ojos azules incapaces de pestañear, caminando con lentitud, pues el cansancio acumulado empezaba a pesarle, y siéndole franqueado el paso a todas las dependencias de la estación, algunas convertidas en salas de primeros auxilios, otras convertidas en salas de reanimación, y otra, sólo una, la más discreta, convertida en improvisada morgue donde yacían los cadáveres de aquellos cuyas fuerzas habían sido inferiores al acelerado desgaste del viaje en tren. Por la noche se iba a dormir al edificio más moderno de Lourdes, un monstruo de acero y vidrio y funcionalidad que hundía su cabeza erizada de antenas entre las nubes blancas que descendían grandes y pesarosas del norte, o que avanzaban como un ejército desordenado, fiado sólo a la potencia de su masa, desde el oeste, o que se descolgaban desde los Pirineos como fantasmas de animales muertos. Allí solía dormir en los habitáculos de la basura, tras abrir una puertecilla enana a ras de suelo. Otras veces se quedaba en la estación, en el bar de la estación, cuando el caos de los trenes remitía, y dejaba que los ancianos lugareños la invitaran a un café con leche y le hablaran de cine y de agricultura. Una tarde creyó ver a Imma bajarse del tren de Madrid escoltada por una patrulla de lisiados. Tenía la misma estatura que Imma, vestía largas faldas negras como Imma, el rostro de dolorosa y de monja castellana era el mismo rostro de Imma. Se quedó quieta y esperó a que pasara junto a ella y no la saludó y cinco minutos después, a codazos, abandonó la estación de Lourdes y el pueblo de Lourdes y salió caminando hasta la carretera y sólo entonces se puso a hacer autoestop.
Amalfitano pasó cinco años sin saber nada de Lola. Una tarde, mientras estaba en un parque infantil con su hija, vio a una mujer que se apoyaba en la reja de madera que separaba el parque infantil del resto del parque. Le pareció que era Imma y siguió su mirada y con alivio se dio cuenta de que era otro niño quien concitaba su atención de loca. El niño llevaba pantalones cortos y era un poco mayor que su hija y tenía el pelo oscuro y muy lacio que a ratos le caía y ocultaba su rostro. Entre las rejas separadoras y los bancos que el ayuntamiento había puesto para que los padres se sentaran de cara a sus hijos se levantaba a duras penas un seto que acababa junto a un viejo roble, ya fuera de los límites del parque infantil. La mano de Imma, su manita sarmentosa y dura, curtida por el sol y los ríos helados, acariciaba la superficie recién podada del seto como quien acaricia el lomo de un perro. Junto a ella tenía una bolsa de plástico de grandes dimensiones. Amalfitano se acercó con pasos que quiso reposados y fueron erráticos. Su hija estaba en la cola del tobogán. De pronto, antes de que pudiera hablarle, Amalfitano vio que el niño, por fin, advertía la vigilante presencia de Imma y tras echar a un lado un mechón de pelo levantaba su brazo derecho y la saludaba repetidas veces. Imma, entonces, como si sólo hubiera estado esperando esta señal, levantaba silente su brazo izquierdo, lo saludaba, y echaba a andar hasta salir del parque por la puerta norte, que daba a una transitada avenida.
Cinco años después de su partida Amalfitano volvió a recibir noticias de Lola. La carta era breve y venía de París. En ella Lola le decía que trabajaba haciendo el aseo en grandes oficinas.
Un trabajo nocturno que empezaba a las diez de la noche y que terminaba a las cuatro o cinco o seis de la mañana. París era una ciudad bonita a esa hora, como lo son todas las grandes ciudades cuando la gente duerme. Volvía a casa en metro. El metro, a esa hora, es la cosa más triste del mundo. Había tenido otro hijo, un varón, de nombre Benoît, con el que vivía.