A veces, como si dispararas una flecha zen con un arco zen en un pabellón zen. Ah, entiendo, dijo Lola. Tú, recita un poema, dijo el poeta. Imma lo miró y levantó un poco más el libro, como si pretendiera ocultarse detrás de él. ¿Qué poema? El que más te guste, dijo el poeta. Me gustan todos, dijo Imma. Pues venga, recita uno, dijo el poeta. Cuando Imma hubo acabado de leer un poema que hablaba del laberinto y de Ariadna perdida en el laberinto y de un joven español que vivía en una azotea de París, el poeta les preguntó si tenían chocolate. No, dijo Lola. Ahora no fumamos, corroboró Imma, todas nuestras energías están empeñadas en sacarte de aquí. El poeta sonrió.
No me refería a esa clase de chocolate, dijo, sino al otro, al que se hace con cacao y leche y azúcar. Ah, entiendo, dijo Lola, y ambas tuvieron que admitir que tampoco portaban golosinas de esa clase. Recordaron que en sus bolsos, envueltos en servilletas y papel de aluminio, llevaban dos bocadillos de queso y se los ofrecieron, pero el poeta pareció no oírlas. Antes de que empezara a anochecer una bandada de grandes pájaros negros sobrevoló el parque para perderse después en dirección norte.
Por el camino de grava, con la bata blanca remoloneando por la brisa vespertina, apareció un médico. Al llegar junto a ellos le preguntó al poeta, llamándolo por su nombre como si fueran amigos de la adolescencia, qué tal se sentía. El poeta lo miró con una expresión de vacío y, tuteándolo también, dijo que estaba un poco cansado. El médico, que se llamaba Gorka y no debía de tener más de treinta años, se sentó al lado y le puso una mano en la frente y después le tomó el pulso. Pero si estás de puta madre, hombre, dictaminó. ¿Y las señoritas, cómo se encuentran?, dijo después con una sonrisa optimista y saludable.
Imma no contestó. Lola pensó en ese momento que Imma se estaba muriendo oculta detrás del libro. Muy bien, dijo, hacía tiempo que no nos veíamos y ha sido un encuentro maravilloso.
¿Así que ya os conocíais?, dijo el médico. Yo no, dijo Imma, y dio la vuelta a la página. Yo sí, dijo Lola, fuimos amigos hace unos años, en Barcelona, cuando él vivía en Barcelona.
En realidad, dijo mientras levantaba la vista y contemplaba a los últimos pájaros negros, a los rezagados, emprender el vuelo justo cuando desde un conmutador oculto en el manicomio alguien encendía las luces del parque, fuimos algo más que amigos. Qué interesante, dijo Gorka siguiendo con la vista el vuelo de las aves que la hora y la luz artificial teñían de un fulgor dorado. ¿En qué año fue eso?, dijo el médico. En 1979 o 1978, ya no lo recuerdo, dijo Lola con un hilo de voz. No vaya a pensar que soy una persona indiscreta, dijo el médico, lo que pasa es que estoy escribiendo una biografía sobre nuestro amigo y mientras más datos reúna sobre su vida, pues mejor, miel sobre hojuelas, ¿no le parece? Algún día él saldrá de aquí, dijo Gorka alisándose las cejas, algún día el público de España tendrá que reconocerlo como uno de los grandes, no digo yo que le vayan a dar algún premio, qué va, el Príncipe de Asturias no lo va a tastar ni tampoco el Cervantes ni mucho menos va a apoltronarse en un sillón de la Academia, la carrera de las letras en España está hecha para los arribistas, los oportunistas y los lameculos, con perdón de la expresión. Pero algún día él saldrá de aquí. Eso es un hecho. Algún día yo también saldré de aquí.
Y todos mis pacientes y los pacientes de mis colegas. Algún día todos, finalmente, saldremos de Mondragón y esta noble institución de origen eclesiástico y fines benéficos se quedará vacía.