Imma se hizo pasar por periodista de una revista de literatura de Barcelona y Lola por poeta. Esta vez pudieron verlo. Lola lo encontró más avejentado, con los ojos hundidos, con menos pelo que antes. Al principio las acompañó un médico o un cura y recorrieron con él los pasillos interminables, pintados de azul y blanco, hasta llegar a una habitación impersonal en donde el poeta las aguardaba. La impresión que tuvo Lola fue que la gente del manicomio se hallaba orgullosa de tenerlo como paciente. Todos lo conocían, todos le dirigían la palabra cuando el poeta se encaminaba a los jardines o a recibir su dosis diaria de calmantes. Cuando estuvieron solos le dijo que lo extrañaba, que durante un tiempo había vigilado diariamente la casa del filósofo en el Ensanche y que pese a su constancia no había podido volver a verlo. No es culpa mía, le dijo, yo hice todo lo posible. El poeta la miró a los ojos y le pidió un cigarrillo.
Imma estaba de pie junto al banco donde ellos se sentaban y le extendió, sin decir una palabra, un cigarrillo. El poeta dijo gracias y luego dijo constancia. Lo fui, lo fui, lo fui, dijo Lola, de lado, sin dejar de mirarlo, aunque con el rabillo del ojo vio que Imma, después de haber encendido su mechero, sacaba de su bolso un libro y se ponía a leer, de pie, como una amazona diminuta e infinitamente paciente, y el mechero asomaba de una de las manos con que sostenía el libro. Después Lola se puso a hablar del viaje que ambas habían realizado. Mencionó carreteras nacionales y carreteras vecinales, problemas con camioneros machistas, ciudades y pueblos, bosques sin nombre en donde habían decidido dormir en la tienda de campaña, ríos y lavabos de gasolinera en donde se habían aseado. El poeta, mientras tanto, expulsaba el humo por la boca y por la nariz creando círculos perfectos, nimbos azulados, cúmulos grises que la brisa del parque deshacía o se llevaba hacia los lindes, allí donde se alzaba un bosque oscuro con ramas que la luz que caía de los cerros plateaba. Como para tomarse un respiro, Lola habló de las dos visitas anteriores, infructuosas pero interesantes. Y luego le dijo lo que de verdad quería decirle: que ella sabía que él no era homosexual, que ella sabía que él estaba preso y deseaba huir, que ella sabía que el amor maltratado, mutilado, dejaba siempre abierta una rendija a la esperanza, y que la esperanza era su plan (o al revés), y que su materialización, su objetivación consistía en fugarse del manicomio con ella y emprender el camino de Francia. ¿Y ésta qué?, preguntó el poeta que tomaba dieciséis pastillas diarias y escribía sobre sus visiones, señalando a Imma que impertérrita leía de pie uno de sus libros, como si sus enaguas y faldones fueran de cemento armado y le impidieran sentarse. Ella nos ayudará, dijo Lola. La verdad es que el plan ha sido ideado por ella. Cruzaremos a Francia por la montaña, como peregrinos. Iremos a San Juan de Luz y allí tomaremos el tren. El tren nos conducirá por la campiña, que en esta época del año es la más hermosa del mundo, hasta París.
Viviremos en albergues. Ése es el plan de Imma. Trabajaremos ella y yo haciendo limpieza o cuidando niños en los distritos pudientes de París mientras tú escribes poesía. Por la noche nos leerás tus poemas y harás el amor conmigo. Ése es el plan de Imma, calculado en todos sus detalles. Al cabo de tres o cuatro meses me quedaré embarazada y ésa será la prueba más fehaciente de que tú no eres un final de raza. ¡Qué más quisieran las familias enemigas! Aún trabajaré algunos meses más, pero llegado el momento será Imma quien redoble el trabajo. Viviremos como profetas mendigos o como profetas niños mientras los ojos de París estarán enfocados en otros blancos, la moda, el cine, los juegos de azar, la literatura francesa y norteamericana, la gastronomía, el producto interior bruto, la exportación de armas, la manufacturación de lotes masivos de anestesia, todo aquello que al cabo sólo será la escenografía de los primeros meses de nuestro feto. Después, a los seis meses de embarazo, volveremos a España, pero esta vez no lo haremos por la frontera de Irún sino por La Jonquera o por Portbou, en tierras catalanas.
El poeta la miró con interés (y también miró con interés a Imma, que no quitaba los ojos de sus poemas, poemas que había escrito hacía unos cinco años, según recordaba) y volvió a expeler el humo en las formas más caprichosas, como si durante su larga estancia en Mondragón se hubiera dedicado a perfeccionar tan singular arte. ¿Cómo lo haces?, preguntó Lola.
Con la lengua y poniendo los labios de determinada manera, dijo. A veces, como si los tuvieras estriados. A veces, como si te los hubieras quemado tú mismo. A veces, como si estuvieras chupando una polla de tamaño mediano tirando a pequeño.