Todo lo desagradable que nos pueda ocurrir, decía Lola, nos encontrará con la guardia levantada, pues Imma ya ha vivido todo esto. Durante dos días, decía Lola, hemos estado trabajando en Lérida, en un restaurante de carretera cuyo dueño es también propietario de una huerta de manzanas. La huerta era grande y de los árboles colgaban ya las manzanas verdes. Dentro de poco empezaría la recolección de las manzanas y el dueño les había pedido que se quedaran hasta entonces.
Imma había estado hablando con él mientras Lola leía un libro del poeta de Mondragón (en la mochila llevaba todos los que éste había publicado hasta entonces) junto a la tienda de campaña canadiense en la que ambas dormían y que estaba montada a la sombra de un álamo, el único álamo que había visto por aquellas huertas, al lado de un garaje que ya nadie usaba. Poco después apareció Imma y no quiso explicarle el trato que le había propuesto el dueño del restaurante. Al día siguiente salieron otra vez a la carretera, sin despedirse de nadie, a hacer autoestop. En Zaragoza durmieron en casa de una antigua amiga de Imma, de los tiempos de la universidad. Lola estaba muy cansada y se fue a la cama temprano y en sueños oyó risas y luego voces fuertes y recriminaciones, casi todas proferidas por Imma pero también algunas por su amiga. Hablaban de otros años, de la lucha contra el franquismo, de la cárcel de mujeres de Zaragoza. Hablaban de un hoyo, un agujero muy profundo de donde se podía extraer petróleo o carbón, de una selva subterránea, de un comando de mujeres suicidas. Acto seguido la carta de Lola daba un giro. Yo no soy lesbiana, decía, no sé por qué te lo digo, no sé por qué te trato como a un niño diciéndote esto. La homosexualidad es un fraude, es un acto de violencia cometido contra nosotros en nuestra adolescencia, decía. Imma lo sabe. Lo sabe, lo sabe, es demasiado lúcida como para ignorarlo, pero no puede hacer nada, salvo ayudar.
Imma es lesbiana, cada día cientos de miles de vacas son sacrificadas, cada día una manada de hervíboros o varias manadas de hervíboros recorren el valle, de norte a sur, con una lentitud y al mismo tiempo con una velocidad que me produce náuseas, ahora mismo, ahora, ahora, ¿lo puedes tú entender, Óscar? No, no lo puedo entender, pensaba Amalfitano, mientras a dos manos sostenía la carta, como si fuera un salvavidas hecho de cañas y de hierba, y con el pie movía pausadamente la sillitamecedora de su hija.
Después Lola evocaba otra vez la noche aquella en que había hecho el amor con el poeta que yacía, majestuoso y semisecreto, en el manicomio de Mondragón. Aún era libre, aún no había sido internado en ningún centro psiquiátrico. Vivía en Barcelona, en casa de un filósofo homosexual, y juntos organizaban fiestas una vez a la semana o una vez cada quince días.
Yo entonces todavía no sabía nada de ti. No sé si habías llegado a España o estabas en Italia o en Francia o en algún agujero inmundo de Latinoamérica. Las fiestas de este filósofo homosexual eran famosas en Barcelona. Se decía que el poeta y el filósofo eran amantes, pero la verdad es que no parecían amantes.