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Una enorme sensación de aburrimiento se fue apoderando de mí. Por las noches, al llegar a casa, cenaba solo en la cocina, helado de frío, con la vista fija en algún punto impreciso de las paredes blancas. Ya ni siquiera pensaba en mi hijo muerto en Kursk, ni ponía la radio para escuchar las noticias o para oír música ligera. Por las mañanas jugaba a los dados en el bar de la estación y oía, sin comprenderlos del todo, los chistes procaces de los campesinos que se reunían allí para matar el tiempo.

Así pasaron dos días de inactividad que fueron como un sueño y que decidí prolongar otros dos días más.

El trabajo, sin embargo, se acumulaba y una mañana comprendí que ya no podía seguir sustrayéndome de los problemas.

Llamé a mis secretarios. Llamé al jefe de policía. Le pregunté de cuántos hombres armados podía disponer para solucionar el problema. Me dijo que eso dependía, pero que llegado el momento podía disponer de ocho.

– ¿Y qué hacemos luego con ellos? -dijo uno de mis secretarios.

– Eso lo vamos a solucionar ahora mismo -dije yo.

Le ordené al jefe de policía que se marchara pero que procurara mantenerse en contacto permanente con mi oficina.

Después, seguido por mis secretarios, alcancé la calle y todos nos metimos en mi coche. El chofer nos condujo hacia las afueras del pueblo. Durante una hora estuvimos dando vueltas por carreteras comarcales y antiguos senderos de carromatos.

En algunas partes aún había algo de nieve. Me detuve en un par de granjas que me parecieron idóneas y hablé con los granjeros, pero todos inventaban excusas y ponían objeciones.

He sido demasiado bueno con esta gente, me decía mentalmente a mí mismo, ya va siendo hora de mostrarme duro. La dureza, sin embargo, va reñida con mi carácter. A unos quince kilómetros del pueblo había una hondonada que conocía uno de mis secretarios. La fuimos a ver. No estaba mal. Era un sitio apartado, lleno de pinos, de tierra oscura. La parte baja de la hondonada estaba cubierta de matojos de hojas carnosas. Según mi secretario, en primavera había gente que iba allí a cazar conejos. El sitio no estaba alejado de la carretera. Cuando volvimos a la ciudad ya había decidido lo que se tenía que hacer.

A la mañana siguiente fui personalmente a buscar al jefe de policía a su casa. En la acera, frente a mi oficina, se concentraron ocho policías, a los que se añadieron cuatro de mis hombres (uno de mis secretarios, mi chofer y dos administrativos) y dos granjeros voluntarios que estaban allí porque simplemente deseaban participar. Les dije que actuaran con eficiencia y que regresaran a mi oficina para informarme de lo acontecido. Aún no había salido el sol cuando se marcharon.

A las cinco de la tarde volvió el jefe de policía y mi secretario.

Parecían cansados. Dijeron que todo había salido según lo planeado. Fueron a la antigua curtiduría y salieron del pueblo con dos brigadas de barrenderos. Caminaron quince kilómetros.

Salieron de la carretera y se dirigieron con paso cansino a la hondonada. Y allí había sucedido lo que tenía que suceder.

¿Hubo caos? ¿Reinó el caos? ¿Imperó el caos?, les pregunté. Un poco, contestaron ambos con actitud mohína, y preferí no profundizar en ese asunto.

A la mañana siguiente se repitió la misma operación, sólo que con algunos cambios: en vez de dos voluntarios contamos con cinco, y tres policías fueron sustituidos por otros tres que no habían participado en las tareas del día anterior. Entre mis hombres también hubo cambios: envié al otro secretario y no mandé a ningún administrativo, aunque siguió en la comitiva el chofer.

A media tarde desaparecieron otras dos brigadas de barrenderos y por la noche envié al secretario que no había estado en la hondonada y al jefe de bomberos a organizar cuatro nuevas brigadas de barrenderos entre los judíos griegos. Antes de que anocheciera fui a dar una vuelta por la hondonada. Tuvimos un accidente o un cuasiaccidente y nos salimos de la carretera. Mi chofer, lo noté rápidamente, estaba más nervioso de lo usual.

Le pregunté qué le ocurría. Puedes hablarme con franqueza, le dije.

– No lo sé, excelencia -respondió-. Me siento raro, debe ser por la falta de sueño.

– ¿Es que no duermes? -le dije.

– Me cuesta, excelencia, me cuesta, sabe Dios que lo intento, pero me cuesta.

Le aseguré que no tenía nada de que preocuparse. Después volvió a meter el coche en la carretera y seguimos el viaje.

Cuando llegamos cogí una linterna y me interné por aquel camino fantasmal. Los animales parecían haberse retirado de pronto del área que circundaba la hondonada. Pensé que a partir de ese momento aquél era el reino de los insectos. Mi chofer, un poco renuente, iba detrás de mí. Lo oí silbar y le dije que se callara. La hondonada a simple vista estaba igual que como la vi por primera vez.

– ¿Y el agujero? -pregunté.

– Hacia allá -dijo el chofer indicando con un dedo uno de los extremos del terreno.

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