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Le dije al chofer que lo dejara en su casa y que luego volviera a la estación. Mientras tanto me dediqué a jugar una partida de dados junto a la chimenea. Un campesino que había emigrado de Estonia ganó todas las partidas. Tenía a sus tres hijos en el frente y cada vez que ganaba pronunciaba una frase que a mí me parecía si no misteriosa, sí muy extraña. La suerte está aliada con la muerte, decía. Y ponía ojos de carnero degollado, como si los demás nos tuviéramos que compadecer de él.

Creo que era un tipo muy popular en el pueblo, sobre todo entre las polacas, que nada tenían que temer de un viudo con tres hijos ya mayores y ausentes, un viejo, por lo que sé, bastante vulgar, pero no tan avaro como suelen ser los campesinos, que de vez en cuando les regalaba algo de comida o una prenda de vestir a cambio de que ellas fueran a pasar alguna noche a su granja. Todo un donjuán. Al cabo de un rato, cuando acabó la partida, me despedí de los allí presentes y volví a mis oficinas.

Volví a llamar a Chelmno, pero esta vez no obtuve comunicación.

Uno de mis secretarios me dijo que el funcionario de Asuntos Griegos de Berlín le había sugerido que llamara al cuartel de las SS en el Gobierno General. Un consejo bastante torpe, pues aunque nuestro pueblo y nuestra región, con aldeas y granjas incluidas, se hallaba a pocos kilómetros del Gobierno General, en realidad administrativamente pertenecíamos a un Gau alemán. ¿Qué hacer, entonces? Decidí que por ese día ya había tenido bastante y me concentré en otros asuntos.

Antes de marcharme a casa me llamaron desde la estación.

El tren aún no había llegado. Paciencia, dije. En mi fuero interno yo sabía que no iba a llegar nunca. Camino de casa empezó a nevar.

Al día siguiente me levanté temprano y fui a desayunar al casino del pueblo. Todas las mesas estaban vacías. Al cabo de un rato, perfectamente vestidos, peinados y afeitados, se presentaron dos de mis secretarios con la nueva de que aquella noche otros dos judíos habían muerto. ¿De qué?, les pregunté. Lo ignoraban. Simplemente estaban muertos. Y esta vez no se trataba de dos viejos sino de una mujer joven y su hijo de ocho meses, aproximadamente.

Abatido, agaché la cabeza y me contemplé durante unos segundos en la superficie oscura y mansa de mi café. Tal vez han muerto de frío, dije. Esta noche ha nevado. Es una posibilidad, dijeron mis secretarios. Sentí que todo giraba alrededor de mí.

– Vamos a ver ese alojamiento -dije.

– ¿Qué alojamiento? -se sobresaltaron mis secretarios.

– El de los judíos -dije ya de pie y encaminándome hacia la salida.

Tal como me imaginaba, el estado de la antigua curtiduría no podía ser peor. Hasta los propios policías que estaban de vigilancia se quejaban. Uno de mis secretarios me dijo que por las noches pasaban frío y que los turnos no eran respetados escrupulosamente.

Le dije que arreglara con el jefe de la policía el asunto de los turnos y que les llevaran mantas. Incluidos los judíos, naturalmente. El secretario me susurró que iba a ser difícil encontrar mantas para todos. Le dije que lo intentara, que por lo menos quería ver a la mitad de los judíos con una manta.

– ¿Y la otra mitad? -dijo el secretario.

– Si son solidarios, cada judío compartirá su manta con otro, si no, es asunto suyo, yo más no puedo hacer -dije.

Cuando volví a mi oficina noté que las calles del pueblo lucían más limpias que nunca. El resto del día transcurrió de manera normal, hasta que por la noche recibí una llamada de Varsovia, de la Oficina de Asuntos Judíos, un organismo cuya existencia, hasta ese momento, desconocía. Una voz que tenía un marcado tono adolescente me preguntó si era verdad que yo tenía a los quinientos judíos griegos. Le dije que sí y añadí que no sabía qué hacer con ellos, pues nadie me había avisado de su llegada.

– Parece que ha habido un error -dijo la voz.

– Eso parece -dije yo, y me quedé en silencio.

El silencio se prolongó un buen rato.

– Ese tren tenía que descargar en Auschwitz -dijo la voz de adolescente-, o eso creo, no lo sé muy bien. Espere un momento.

Durante diez minutos me mantuve con el aparato pegado a la oreja. En ese intervalo de tiempo apareció mi secretaria con unos papeles para que yo los firmara y uno de mis secretarios con un memorándum sobre la pobre producción de leche de nuestra región y el otro secretario, que quiso decirme algo pero yo lo mandé a callar y que escribió en un papel lo que tenía que decirme: patatas robadas a Leipzig por sus propios cultivadores.

Lo que me sorprendió mucho, pues esas patatas habían sido cultivadas en granjas alemanas, por gente que se acababa de establecer en la región y que procuraba mantener un comportamiento ejemplar.

¿Cómo?, escribí en el mismo papel. No lo sé, escribió el secretario debajo de mi pregunta, posiblemente falsificando hojas de embarque.

Sí, no sería la primera vez, pensé, pero no mis campesinos.

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