Suspendí los trabajos. Los niños volvieron a jugar al fútbol en la calle. Los policías volvieron a sus labores. Los campesinos se reintegraron a sus granjas. Nadie del exterior se interesaba por los judíos, por lo que los puse a trabajar en las brigadas de barrenderos y dejé que unos cuantos, no más de veinte, hicieran trabajos en el campo, responsabilizando a los granjeros de su seguridad.
Una noche me sacaron de la cama y me dijeron que había una llamada urgente. Era un funcionario de la Alta Galitzia, con quien nunca antes había hablado. Me dijo que preparara la evacuación de los alemanes de mi región.
– No hay trenes -le dije-, ¿cómo puedo evacuarlos a todos?
– Ése es su problema -dijo el funcionario.
Antes de que colgara le dije que tenía a un grupo de judíos en mi poder, ¿qué hago con ellos? No me respondió. Las líneas se habían cortado o tenía que llamar a otros como yo o el caso de los judíos no le interesaba. Eran las cuatro de la mañana. Ya no pude volver a la cama. Le dije a mi mujer que nos marchábamos y luego mandé a buscar al alcalde y al jefe de policía.
Cuando llegué a mi oficina los encontré con caras de haber dormido poco y mal. Ambos tenían miedo.
Los tranquilicé, les dije que si actuábamos con rapidez nadie correría peligro. Pusimos a nuestra gente a trabajar. Antes de que clareara el alba los primeros evacuados ya habían emprendido el camino hacia el oeste. Yo me quedé hasta el final.
Pasé un día más y una noche más en la aldea. A lo lejos se oía el ruido de los cañones. Fui a ver a los judíos, el jefe de policía es testigo, y les dije que se marcharan. Después me llevé a los dos policías que tenía de guardia y dejé a los judíos abandonados a su suerte en la antigua curtiduría. Supongo que eso es la libertad.
Mi chofer me dijo que había visto pasar a algunos soldados de la Wehrmacht sin detenerse. Subí a mi oficina sin saber muy bien qué buscaba allí. La noche anterior había dormido en el sofá unas pocas horas y ya había quemado todo lo que se tenía que quemar. Las calles del pueblo estaban vacías, aunque detrás de algunas ventanas se adivinaban las cabezas de las polacas.
Después bajé, me subí al coche y partimos, dijo Sammer a Reiter.
Fui un administrador justo. Hice cosas buenas, guiado por mi carácter, y cosas malas, obligado por el azar de la guerra.
Ahora, sin embargo, los niños borrachos polacos abren la boca y dicen que yo les arruiné su infancia, le dijo Sammer a Reiter.
¿Yo? ¿Yo les arruiné su infancia? ¡El alcohol les arruinó su infancia!
¡El fútbol les arruinó su infancia! ¡Esas madres holgazanas y descriteriadas les arruinaron su infancia! No yo.
– Otro en mi lugar -le dijo Sammer a Reiter- hubiera matado con sus propias manos a todos los judíos. Yo no lo hice.
No está en mi carácter.
Uno de los hombres con los que Sammer solía dar largas caminatas por el campo de prisioneros era el jefe de policía.
El otro era el jefe de bomberos. El alcalde, le dijo Sammer una noche, había muerto de pulmonía poco después de acabar la guerra. El chofer había desaparecido en un cruce de caminos, después de que el coche dejara definitivamente de funcionar.
A veces, por las tardes, Reiter contemplaba desde lejos a Sammer y se daba cuenta de que éste a su vez también lo observaba a él, una mirada de reojo en la que se traslucían la desesperación, los nervios, y también el miedo y la desconfianza.
– Hacemos cosas, decimos cosas, de las que luego nos arrepentimos con toda el alma -le dijo Sammer un día, mientras hacían cola para el desayuno.
Y otro día le dijo:
– Cuando vuelvan los policías americanos y me interroguen, estoy seguro de que me detendrán y seré sometido al escarnio público.
Cuando Sammer hablaba con Reiter el jefe de policía y el jefe de bomberos se quedaban a un lado, a unos metros de ellos, como si no quisieran inmiscuirse en las cuitas que tenía su antiguo jefe. Una mañana encontraron el cadáver de Sammer a medio camino entre la tienda de campaña y las letrinas.
Alguien lo había estrangulado. Los norteamericanos interrogaron a unos diez prisioneros, entre ellos Reiter, que dijo no haber oído nada fuera de lo común aquella noche, y luego se llevaron el cuerpo y lo enterraron en la fosa común del cementerio de Ansbach.
Cuando Reiter pudo abandonar el campo de prisioneros se marchó a Colonia. Allí vivió en unos barracones cercanos a la estación y luego en un sótano que compartía con un veterano de una división blindada, un tipo silencioso que tenía la mitad del rostro quemado y que podía pasarse días enteros sin comer nada, y otro tipo que decía haber trabajado en un periódico y que, al contrario que su compañero, era amable y locuaz.