– Pues así imagino yo -dijo la muchacha mientras borraba con el zapato el mapa- el lago de los aztecas. Sólo que mucho más bonito. Sin mosquitos, con una temperatura agradable todo el año, con multitud de pirámides, tantas y tan grandes que es imposible contarlas, pirámides superpuestas, pirámides que ocultan otras pirámides, todas teñidas de rojo con la sangre de la gente sacrificada cada día. Y luego imagino a los aztecas, pero eso tal vez no te interese -dijo la muchacha.
– Sí, me interesa -dijo Reiter, quien nunca antes había pensado en los aztecas.
– Son gente muy extraña -dijo la muchacha-, si los miras a los ojos, con atención, te das cuenta al cabo de poco tiempo de que están locos. Pero no están encerrados en un manicomio.
O tal vez sí. Pero aparentemente no. Los aztecas visten con suma elegancia, son muy cuidadosos al elegir los vestidos que se ponen cada día, uno diría que se pasan horas en el vestidor, eligiendo la ropa más apropiada, y luego se encasquetan unos sombreros emplumados de gran valor, y joyas en los brazos y en los pies, además de collares y anillos, y tanto los hombres como las mujeres se pintan la cara, y luego salen a pasear por las orillas del lago, sin hablar entre ellos, contemplando absortos los botes que navegan y cuyos tripulantes, si no son aztecas, prefieren bajar la mirada y seguir pescando o alejarse rápidamente de allí, pues algunos aztecas tienen caprichos crueles, y después de pasear como filósofos entran en las pirámides, que son todas huecas, con el interior semejante al de las catedrales, y cuya única iluminación es una luz cenital, una luz filtrada por una gran piedra de obsidiana, es decir una luz oscura y brillante.
A propósito, ¿has visto alguna vez una piedra de obsidiana?
– dijo la muchacha.
– No, nunca -dijo Reiter-, o tal vez sí y no me he dado cuenta.
– Te habrías dado cuenta en el acto -dijo la muchacha-.
Una obsidiana es un feldespato negro o de un verde oscurísimo, cosa de por sí curiosa porque los feldespatos suelen ser de color blanco o amarillento. Los feldespatos más importantes son la ortosa, la albita y la labradorita, para que lo sepas. Pero mi feldespato preferido es la obsidiana. Bueno, sigamos con las pirámides. En lo más alto de éstas está la piedra de los sacrificios.
¿Adivinas de qué material está hecha?
– De obsidiana -dijo Reiter.
– Exacto -dijo la muchacha-, una piedra semejante a la mesa de un quirófano, en donde los sacerdotes o médicos aztecas extendían a sus víctimas antes de arrancarles el corazón.
Pero, ahora viene lo que de verdad te sorprenderá, estas camas de piedra eran ¡transparentes! Estaban pulidas de tal manera o elegidas de tal manera que eran unas piedras de sacrificio transparentes.
Y los aztecas que estaban dentro de la pirámide contemplaban el sacrificio, como si dijéramos, desde el interior, porque, como ya habrás adivinado, la luz cenital que iluminaba las entrañas de las pirámides provenía de una abertura justo por debajo de la piedra de sacrificios. De tal manera que al principio la luz es negra o gris, una luz atenuada que sólo deja ver las siluetas de los aztecas que están, hieráticos, en el interior de las pirámides, pero luego, al extenderse la sangre de la nueva víctima sobre la claraboya de obsidiana transparente, la luz se hace roja y negra, de un rojo muy vivo y de un negro muy vivo, de modo tal que ya no sólo se distinguen las siluetas de los aztecas sino también sus facciones, unas facciones transfiguradas por la luz roja y por la luz negra, como si la luz ejerciera el poder de personalizarlos a cada uno de ellos, y eso, en resumen, es todo, pero
Y vuelven a sus quehaceres diarios, que consisten básicamente en pasear y bañarse y luego volver a pasear y quedarse mucho tiempo quietos contemplando cosas indiscernibles o estudiando los dibujos que hacen los insectos en la tierra y en comer acompañados de sus amigos, pero todos en silencio, que es casi lo mismo que comer solos, y de vez en cuando en hacer la guerra.
Y sobre el cielo siempre hay un eclipse que los acompaña -dijo la muchacha.
– Vaya, vaya, vaya -dijo Reiter, que estaba impresionado con los conocimientos de su nueva amiga.
Durante un rato, sin proponérselo, ambos pasearon en silencio por aquel parque, como si fueran aztecas, hasta que la muchacha le preguntó por quién iba a jurar, si por los aztecas o por las tormentas.
– No lo sé -dijo Reiter, que ya había olvidado a santo de qué tenía que jurar.
– Escoge -dijo la muchacha-, y piénsatelo bien porque es mucho más importante de lo que crees.
– ¿Qué es importante? -dijo Reiter.
– Tu juramento -dijo la muchacha.
– ¿Y por qué es importante? -dijo Reiter.
– Para ti no lo sé -dijo la muchacha-, pero para mí es importante porque marcará mi destino.