Durante su servicio en Rumanía Reiter solicitó y obtuvo dos permisos que utilizó para visitar a sus padres. Allí, en su aldea, pasaba el día recostado en los roqueríos mirando el mar, pero sin ganas de nadar y mucho menos de bucear, o bien daba largos paseos por el campo que invariablemente terminaban en la casa solariega del barón Von Zumpe, vacía y empequeñecida, que ahora vigilaba el antiguo guardabosques, con el cual en ocasiones se detenía a conversar, aunque las conversaciones, si es que se las podía llamar así, eran más bien frustrantes. El guardabosques preguntaba cómo iba la guerra y Reiter se encogía de hombros. Reiter, a su vez, preguntaba por la baronesa (en realidad preguntaba por la baronesita, que era como la conocían los del lugar) y el guardabosques se encogía de hombros. Los encogimientos de hombros podían significar que uno no sabía nada o bien que la realidad era cada vez más vaga, más parecida a un sueño, o bien que todo iba mal y que lo mejor era no preguntar nada y armarse de paciencia.
También pasaba mucho rato con su hermana Lotte, que por entonces tenía más de diez años y que adoraba a su hermano.
A Reiter esta devoción le daba risa y al mismo tiempo lo entristecía hasta sumergirlo en pensamientos fatales en los que nada tenía sentido, pero se cuidaba de tomar una determinación pues estaba seguro de que una bala acabaría matándolo.
Nadie se suicida en una guerra, pensaba mientras estaba en la cama oyendo roncar a su madre y a su padre. ¿Por qué? Pues por comodidad, por dilatar el momento, porque el ser humano tiende a dejar en manos de otro su responsabilidad. La verdad es que durante una guerra es cuando más se suicida la gente, pero Reiter entonces era muy joven (aunque ya no se podía decir poco instruido) para saberlo. También, en ambos permisos, visitó Berlín (de paso hacia su aldea) y trató vanamente de encontrar a Hugo Halder.
No lo halló. En su anterior piso vivía una familia de funcionarios con cuatro hijas adolescentes. Cuando les preguntó si el anterior inquilino había dejado sus nuevas señas, el padre de familia, miembro del partido, le contestó secamente que no lo sabía, pero antes de que Reiter se marchara, en la escalera, una de las hijas, la mayor, la más guapa, alcanzó a Reiter y le dijo que ella sabía dónde vivía Halder en ese momento. Después siguió bajando la escalera y Reiter la siguió. La muchacha lo arrastró hasta un parque público. Allí, en un rincón a salvo de miradas indiscretas, se volvió, como si lo viera por primera vez, y saltó sobre él estampándole un beso en la boca. Reiter la apartó y le preguntó a santo de qué lo besaba. La muchacha le dijo que se sentía feliz de verlo. Reiter observó sus ojos, de un azul desvaído, como los ojos de una ciega, y se dio cuenta de que estaba hablando con una loca.
Aun así, quiso saber qué información poseía la muchacha sobre Halder. Ésta le dijo que si no la dejaba besarlo no se lo diría. Volvieron a besarse: la lengua de la muchacha al principio estaba muy seca y Reiter la acarició con su lengua hasta humedecerla del todo. ¿Dónde vive ahora Hugo Halder?, le preguntó.
La muchacha le sonrió como si Reiter fuera un niño un tanto obtuso. ¿No lo adivinas?, dijo. Reiter movió la cabeza negativamente.
La muchacha, que no debía de tener más de dieciséis años, se echó a reír tan fuerte que Reiter pensó que si continuaba riéndose así no tardaría en aparecer la policía, y no se le ocurrió mejor forma de callarla que besándola otra vez en la boca.
– Me llamo Ingeborg -dijo la muchacha cuando Reiter quitó sus labios de los suyos.
– Yo me llamo Hans Reiter -dijo él.
Ella miró entonces el suelo de arena y piedrecillas y empalideció visiblemente, como si estuviera en un tris de desmayarse.
– Mi nombre -repitió- es Ingeborg Bauer, espero que no te olvides de mí.
A partir de ese momento hablaron en susurros cada vez más débiles.
– No lo haré -dijo Reiter.
– Júramelo -dijo la muchacha.
– Te lo juro -dijo Reiter.
– ¿Por quién me lo juras, por tu madre, por tu padre, por Dios? -dijo la muchacha.
– Te lo juro por Dios -dijo Reiter.
– Yo no creo en Dios -dijo la muchacha.
– Entonces te lo juro por mi madre y por mi padre -dijo Reiter.
– Esos juramentos no valen -dijo la muchacha-, los padres no valen, uno siempre está tratando de olvidar que tiene padres.
– Yo no -dijo Reiter.
– Tú también -dijo la muchacha-, y yo, y todo el mundo.
– Entonces te lo juro por lo que tú quieras -dijo Reiter.
– ¿Me lo juras por tu división? -dijo la muchacha.
– Te lo juro por mi división y por mi regimiento y por mi batallón -dijo Reiter, y después agregó que también se lo juraba por su cuerpo y por su ejército.
– La verdad, no se lo digas a nadie -dijo la muchacha-, es que yo no creo en el ejército.
– ¿En qué crees? -dijo Reiter.