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Rosa volvió con dos periódicos que dejó en la mesa y después se puso a hacer bocadillos de jamón o atún, con lechuga y tomates cortados en rodaja y mayonesa o salsa rosa. Los envolvió en papel de cocina y en papel de aluminio, y los metió todos en una bolsa de plástico que introdujo en el interior de una pequeña mochila de color marrón en donde se leía, en semicírculo, Universidad de Phoenix, y también puso dos botellas de agua y una docena de vasos de papel. A las nueve y media de la mañana oyeron el claxon de la profesora Pérez. El hijo de la profesora Pérez tenía dieciséis años y era bajo de estatura, con la cara cuadrada y los hombros anchos, como si practicara algún deporte. Tenía la cara y parte del cuello llenos de granos.

La profesora Pérez iba vestida con bluejeans y camisa y pañuelo blancos. Unas gafas negras quizá demasiado grandes cubrían sus ojos. Desde lejos, pensó Amalfitano, parecía una actriz del cine mexicano de los años setenta. Cuando entró en el coche el espejismo se evaporó. La profesora Pérez conducía y él se sentó a su lado. Se dirigieron hacia el este. Los primeros kilómetros la carretera discurría por un pequeño valle pespunteado de rocas que parecían desprendidas del cielo. Trozos de granito sin origen ni continuidad. Había algunas plantaciones, parcelas en donde campesinos invisibles cultivaban frutos que ni la profesora Pérez ni Amalfitano supieron discernir. Después salieron al desierto y a las montañas. Allí estaban los padres de las rocas huérfanas que acababan de dejar atrás. Formaciones graníticas, volcánicas, cuyos picos se silueteaban en el cielo con forma y maneras de pájaros, pero pájaros de dolor, pensó Amalfitano, mientras la profesora Pérez hablaba a los muchachos del lugar hacia donde se dirigían pintándolo con colores que fluctuaban desde la diversión (una piscina excavada en la roca viva) hasta el misterio, que ella cifraba en las voces que se escuchaban desde el mirador y que, evidentemente, era el viento quien las producía.

Cuando Amalfitano giró la cabeza para observar la expresión de su hija y del hijo de la profesora Pérez vio cuatro coches que se mantenían a la zaga esperando la oportunidad de adelantarlos. En el interior de esos coches imaginó a familias felices, una madre, una maleta de picnic llena de viandas, dos hijos y un padre que manejaba con la ventanilla del coche bajada.

Sonrió a su hija y volvió a mirar hacia la carretera. Media hora después subieron una cuesta desde donde pudo contemplar una amplia extensión de desierto a sus espaldas. Vio más coches. Imaginó que el parador o merendero o restaurante u hotel de citas hacia donde se dirigían era un sitio de moda para los habitantes de Santa Teresa. Se arrepintió de haber aceptado la invitación. En algún momento se quedó dormido. Despertó cuando ya habían llegado. La mano de la profesora Pérez en su cara, un gesto que podía ser una caricia u otra cosa. Parecía la mano de una ciega. Rosa y Rafael ya no estaban en el interior del coche. Vio un párking casi lleno, el sol reverberando sobre las superficies cromadas, un patio descubierto situado en un plano ligeramente superior, una pareja abrazada de los hombros contemplando algo que él no podía ver, el cielo cegador lleno de pequeñas nubes bajas, una música lejana y una voz que cantaba o susurraba a gran velocidad, haciendo ininteligible la letra de la canción. A pocos centímetros de él vio el rostro de la profesora Pérez. Cogió su mano y se la besó. Tenía la camisa mojada en transpiración, pero lo que más le sorprendió fue que la profesora también transpiraba.

El día, pese a todo, fue agradable. Rosa y Rafael se bañaron en la piscina y luego se unieron a la mesa desde donde ellos los contemplaban. Después compraron refrescos y salieron a pasear por los alrededores del local. En algunos sitios la montaña caía a pico, en el fondo o en las paredes del risco se veían grandes heridas por las que asomaban piedras de otros colores o que el sol, al huir por el oeste, hacía parecer de otros colores, lutitas y andesitas enmanilladas por formaciones de piedra arenisca, farellones verticales de tobas y grandes bandejas de piedra basáltica.

De tanto en tanto, colgando de la montaña aparecía algún cacto de Sonora. Y más allá había más montañas y luego valles diminutos y más montañas, hasta arribar a una zona que quedaba velada por el vaho, por la bruma, como un cementerio de nubes, detrás de las cuales estaban Chihuahua y Nuevo México y Texas. Contemplando ese panorama, sentados sobre unas piedras, comieron en silencio. Rosa y Rafael sólo se hablaron para intercambiar sus respectivos sándwiches. La profesora Pérez parecía sumida en sus propios pensamientos. Y Amalfitano se sentía cansado y abrumado por el paisaje, un paisaje que le parecía apto sólo para jóvenes o para viejos imbéciles o viejos insensibles o viejos malvados dispuestos a infligir e infligirse una tarea imposible hasta el último aliento.

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