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Hablaba bastante en serio, con las manos en los bolsillos, mirando fijamente sin ver hacia la esquina de la habitación. El sol rojo había desaparecido ya tras el horizonte y las olas encrespadas se fundieron con el oscuro desierto. El cielo ardía. Por encima de aquel paisaje bicolor, indescriptiblemente lúgubre, corrían nubes de bordes lila.

— Entonces, ¿quieres esperar? ¿O no? ¿Aún no?

Sonrió.

— Conquistador invencible… todavía no los has catado, en caso contrario no insistirías tanto. No se trata de lo que yo quiera, sino de lo que resulte posible.

— ¿El qué?

— Eso es precisamente lo que no sé.

— Así pues, ¿nos quedamos aquí? Crees que encontraremos un medio…

Me miró, delgaducho, con la piel descamándose en su rostro lleno de surcos.

— ¿Quién sabe? A lo mejor merece la pena — dijo por fin —. Sobre él, seguramente no averigüemos nada, pero quizás sobre nosotros…

Se dio la vuelta, recogió sus papeles y salió. Quería retenerlo, pero me quedé con la boca abierta y sin poder articular palabra. No había nada que hacer; solo esperar. Me asomé a la ventana y miré el océano de color negro sangre, sin darme cuenta de lo que veía. Se me ocurrió que podría encerrarme en uno de los cohetes del aeropuerto, pero no lo pensaba en serio, era una idea demasiado absurda: tarde o temprano tendría que salir. Me senté junto a la ventana y saqué el libro que me había entregado Snaut. La cantidad de luz era aún suficiente e iluminó en rosa la página, mientras la habitación entera ardía en rojo. Tenía delante artículos y trabajos de valor, en general, inequívoco, reunidos por un tal Otton Ravintzer, licenciado en Filosofía. A cada ciencia, habitualmente, la acompaña una seudociencia, debido a un proceso de extraña deformación en cierta clase de mentes: la caricatura de la astronomía es la astrología y la alquimia lo fue antaño de la química. Por lo que es comprensible que el nacimiento de la solarística viniera acompañado por una verdadera explosión de engendros intelectuales; el libro de Ravintzer estaba precisamente lleno de semejante alimento del espíritu, aunque iba precedido, eso sí —y todo hay que decirlo —, de una introducción de su autoría en la que se distanciaba de aquel panóptico. Simplemente, y no sin razón, consideraba que semejante compendio podía constituir un valioso documento de la época, tanto para un historiador como para un psicólogo de la ciencia.

El informe de Berton ocupaba un lugar notable dentro del libro. Constaba de varias partes. La primera contenía la transcripción de su diario de a bordo, en general muy lacónico.

Desde las catorce horas hasta las dieciséis cuarenta del horario acordado por la expedición, los apuntes eran sumarios y negativos.

Altura: 1000 o 1200, quizás 800 metros, no se observa nada, el océano está vacío.

Más tarde, a las 16.40: una niebla roja se eleva. Visibilidad: 700 metros. El océano está vacío.

A las 17.00 horas: la niebla se está espesando, silencio, visibilidad: 400 metros, con claros. Bajo a 200.

A las 17.20: me encuentro en medio de la niebla. Altura: 200. Visibilidad: 20–40 metros. Silencio. Subo a 400.

A las 17.45: altura: 500. Banco de niebla hasta el horizonte. En medio de la niebla: orificios en forma de embudo, a través de ellos se visualiza la superficie del océano. Algo ocurre en su interior. Intento entrar en uno de los embudos.

A las 17.52: percibo una especie de remolino; escupe una espuma de color amarillo. Rodeado por una pared de niebla. Altura: 100. Bajo a 20.

Aquí finaliza la transcripción del diario de a bordo de Berton. La segunda parte del pretendido informe lo constituía un extracto de su historial médico o, de forma más precisa, el texto de una declaración dictada por Berton e interrumpida por las preguntas de los miembros de la comisión:

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