Se llamaba padre Donovan. Enseñaba música a los niños del orfanato de Saint Anthony en Homestead, Florida. Los niños le adoraban. Y él adoraba a los niños, claro que sí, los quería con locura. Les había dedicado toda su vida. Había aprendido el criollo y el español. Había estudiado su música. Todo por los niños. Todo lo que hacía era por los niños.
Todo.
Esta noche le observé como había hecho tantas otras noches. Le vi detenerse en la puerta del orfanato para hablar con una niña negra que le había seguido hasta allí. Era pequeña, no tendría más de ocho años, y era menuda para su edad. Él se sentó en los escalones y hablo con ella durante cinco minutos. Ella también se sentó, balanceando las piernas. Se rieron. Ella se inclinó hacia él. Él le acarició el cabello. Una monja apareció en el umbral y los contempló durante un momento antes de hablar. Después sonrió y tendió una mano hacia la niña, que apoyó la cabeza en el pecho del cura. El padre Donovan la abrazó, se incorporó y se despidió con un beso. La monja se rió y dijo algo al padre Donovan. Él le contestó.
Y entonces se dirigió hacia el coche. Por fin: me agaché para tomar impulso y...
Todavía no. La furgoneta del bedel se detuvo a unos seis metros de la puerta. Cuando pasaba el padre Donovan, la puerta lateral se abrió. Por ella salió un hombre con un cigarrillo en la mano y saludó al cura, que se apoyó en el vehículo y entabló conversación con el recién llegado.
Suerte. De nuevo la suerte. Siempre había que contar con ella en estas Noches. No había visto al hombre, no había adivinado que estaba allí. Pero él me habría visto. De no haber sido por la Suerte.
Inspiré profundamente. Solté el aire con lentitud y de forma continuada, frío como el hielo. Era sólo un detalle. No había pasado por alto ningún otro. Lo había hecho todo bien, todo igual, todo tal y como tenía que hacerse. Saldría
Ya.
El padre Donovan caminó hacia su coche. Se giró una vez para decir algo. El bedel le saludó desde la puerta del orfanato y desapareció dentro después de apagar el cigarrillo. Fuera de escena.
Suerte. Más suerte.
El padre Donovan buscó las llaves, abrió la puerta del vehículo y entró. Oí cómo metía la llave en el contacto. Oí cómo arrancaba el motor. Y entonces...
Me incorporé en el asiento trasero y deslicé el lazo alrededor de su cuello. Un giro rápido, limpio y fácil, y el resistente sedal de pesca estaba tenso y en su sitio. Exhaló un pequeño grito de pánico, nada más.
—Ya es mío —dije, y se quedó helado tal y como yo tenía previsto, casi como si oyera aquella otra voz, la del vigilante burlón que habitaba dentro de mí—. Haga exactamente lo que yo le diga.
Soltó un suspiro entrecortado y miró por el espejo retrovisor. Mi cara estaba allí, esperándole, cubierta por la máscara de seda blanca que lo ocultaba todo menos los ojos.
—¿Comprende? —dije. Al hablar, la seda de la máscara se movía sobre mis labios.
El padre Donovan no respondió. Me miró a los ojos. Tiré del lazo.
—¿Comprende? —repetí, en voz algo más baja.
Esta vez asintió con la cabeza. Llevó una mano hacia el lazo, sin saber qué sucedería si intentaba aflojarlo. La cara se le estaba poniendo morada.
Aflojé la presión.
—Sea buen chico —dije— y vivirá más.
Inspiró con fuerza. Oí cómo el aire le rasgaba la garganta. Tosió y volvió a respirar. Pero se mantuvo quieto y no intentó huir.
Perfecto.
Nos fuimos. El padre Donovan siguió mis indicaciones, sin trucos ni vacilaciones. Nos dirigimos hacia el sur cruzando Florida City y tomamos la carretera de Card Sound. Podía jurar que aquella carretera le ponía nervioso, pero no puso objeción alguna. No intentó hablar conmigo. Mantuvo ambas manos sobre el volante, pálidas y tan tensas que los nudillos resaltaban. También esto era perfecto.
Seguimos hacia el sur durante otros cinco minutos sin más ruido que el zumbido de las ruedas, y el viento, y la gran luna que tocaba esa poderosa música por mis venas, mientras el vigilante, atento, se reía en silencio en el fragor del alterado pulso de la noche.
—Gire aquí —dije por fin.
Los ojos del cura volaron hacia los míos reflejados en el espejo. El pánico intentaba huir de su mirada, descender por su rostro, llegar hasta la boca y expresarse, pero...
—¡Gire! —dije, y giró. Se derrumbó al ver confirmados sus temores, unos temores que albergaba desde el principio, y giró.
El camino sucio y estrecho apenas resultaba visible. Casi había que saber que estaba allí. Pero yo lo sabía. Ya había estado allí antes. El camino se prolongaba unos cuatro kilómetros, girando tres veces entre la maleza y los árboles, corriendo paralelo a un pequeño canal que al llegar a un claro se convertía en una ciénaga.
Alguien había construido una casa allí cincuenta años atrás. Se conservaba bastante bien. Incluso podía decirse que era grande. Tres habitaciones, medio tejado todavía en pie: un lugar que llevaba muchos años completamente abandonado.