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En la pantalla se movían formas luminosas, gris-azulencas. Una prima donna que había dado muerte a alguien involuntariamente, tiempo atrás, recordaba súbitamente el hecho mientras interpretaba un papel de asesina en la ópera. Entonces, desorbitaba sus ojos inverosímilmente grandes, y se caía de espaldas, en pleno escenario. Lentamente, el interior del teatro ocupó la pantalla, el público aplaudía, la gente de los balcones y galerías se ponía en pie extasiada. De repente, Ganin se dio cuenta de que estaba contemplando algo que le era vaga y horriblemente familiar. De repente, recordó con alarma las filas de butacas burdamente montadas, las sillas y las partes frontales de los palcos pintadas de siniestro color violeta, los perezosos operarios caminando tranquilamente, con desinterés, como ángeles vestidos de azul, por los altos tablones del andamiaje, o apuntando con los cegadores focos a aquel ejército de rusos amontonados en el gran escenario cinematográfico, interpretando su papel en total ignorancia de la trama de la película. Recordaba a los hombres jóvenes, vestidos con trajes viejísimos, pero maravillosamente cortados, los rostros de las mujeres maquillados en colores malva y amarillo, y también recordaba a aquellos inocentes exiliados, viejos y muchachitas, a los que colocaron en último término, sólo para llenar espacio. En la pantalla, aquella fría cuadra había quedado transformada en un cómodo teatro, en el que la arpillera parecía terciopelo, y el rebaño de hambrientos extras era el público de un teatro de ópera. Con un esfuerzo visual, y también con un estremecimiento de vergüenza, se reconoció entre aquella gente, aplaudiendo para cumplir las instrucciones recibidas, y recordó que todos estuvieron obligados a mirar al frente, hacia un imaginario escenario, donde, en vez de una prima donna, había un hombre gordo y pelirrojo, en mangas de camisa, de pie en una plataforma, entre varios focos, y volviéndose loco de tanto gritar a través de un megáfono.

El doppelgänger de Ganin también estaba en pie y aplaudía allí, al lado de aquel sorprendente individuo con la negra barba y la banda cruzándole el pecho. Aquella barba, así como la camisa de almidonada pechera, habían sido la razón de que a aquel individuo le colocaran siempre en primera fila. Durante el descanso, el individuo se comía un bocadillo, y después del rodaje se ponía un viejo impermeable sobre sus ropas de gala y regresaba a su barrio, en una distante zona de Berlín, donde trabajaba de linotipista en una imprenta.

En el presente instante, Ganin no sólo sintió vergüenza, sino también la sensación de la rápida evanescencia del humano vivir. Allí, en la pantalla, su macilenta imagen, su cara de abrupto perfil alzada y sus manos en la actitud de aplaudir se mezclaban con otras figuras humanas en el gris calidoscopio. Instantes después, la sala del teatro, balanceándose como un buque, desaparecía, y en el escenario aparecía una vieja y mundialmente famosa actriz, representando con gran habilidad a una joven difunta. Con repulsión, incapaz de seguir contemplando la película, Ganin pensó: "No sabemos lo que hacemos."

Liudmila volvía a hablar en susurros con Klara. Le decía algo acerca de una modista y de cierta tela. El drama terminó, y Ganin se sintió mortalmente deprimido. Momentos después, mientras se abrían paso a empujones hacia la salida, Liudmila oprimió su cuerpo contra el suyo y le dijo al oído:

– Te llamaré mañana a las dos, mi vida.

Ganin y Klara la acompañaron a casa, y regresaron juntos a la pensión. Ganin estaba silencioso, y Klara se esforzaba desesperadamente en encontrar un tema de conversación.

– ¿Nos deja el próximo sábado? -le preguntó.

En voz lúgubre, Ganin repuso:

– Francamente, no lo sé.

Mientras caminaba, iba pensando que su sombra vagaría de una ciudad a otra, de una pantalla a otra, que jamás sabría él qué clase de gente vería su sombra, o cuánto tiempo andaría ésta vagando por ahí, por el ancho mundo. Y cuando se acostó, y oyó el paso de los trenes a través de aquella casa sin alegría en la que vivían siete extraviadas sombras rusas, la vida entera le pareció una ficción cinematográfica, en la que distraídos extras representaban un papel, sin saber nada en absoluto de la película en que lo representaban.

Ganin no podía dormir. Un estremecimiento nervioso le recorría constantemente las piernas, y la almohada le atormentaba la cabeza. En plena noche, su vecino, Alfyorov, comenzó a tararear una tonada. A través del delgado tabique, Ganin le oía pasear por el dormitorio, primero cerca de él, luego alejándose, y Ganin permanecía quieto, irritado. Cuando pasaba un tren, la voz de Alfyorov se mezclaba con el ruido, pero volvía a surgir: tam-ti-tum, tam-ti, tam-ti-tum…

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