El joven erudito Popescu dijo que la cultura era un símbolo y que ese símbolo tenía la imagen de un salvavidas. La baronesa Von Zumpe dijo que la cultura era, básicamente, el placer, lo que proporcionaba y daba placer, y el resto sólo era charlatanería.
El oficial de las SS dijo que la cultura era la llamada de la sangre, una llamada que se oía mejor de noche que de día, y además, dijo, era un descodificador del destino. El general Von Berenberg dijo que la cultura, para él, era Bach, y que con eso le bastaba. Uno de sus oficiales de estado mayor dijo que para él era Wagner y que a él también con eso le bastaba. El otro oficial de estado mayor dijo que para él la cultura era Goethe y que a él también, en coincidencia con lo expresado por su general, con eso le bastaba y en ocasiones le sobraba. La vida de un hombre sólo es comparable a la vida de otro hombre. La vida de un hombre, dijo, sólo alcanza para disfrutar a conciencia de la obra de otro hombre.
El general Entrescu, a quien le pareció muy divertido lo que acababa de decir el oficial de estado mayor, dijo que para él, por el contrario, la cultura era la vida, no la vida de un solo hombre ni la obra de un solo hombre, sino la vida en general, cualquier manifestación de ésta, hasta la más vulgar, y luego se puso a hablar de los paisajes de fondo de algunos pintores renacentistas y dijo que esos paisajes podía uno verlos en cualquier lugar de Rumanía, y se puso a hablar de madonnas y dijo que en ese preciso momento él estaba viendo el rostro de una madonna más hermosa que las de cualquier pintor renacentista italiano (la baronesa Von Zumpe se sonrojó), y finalmente se puso a hablar de cubismo y de pintura moderna y dijo que cualquier pared abandonada o cualquier pared bombardeada era más interesante que la más famosa obra cubista, por no hablar del surrealismo, dijo, que cae rendido delante del sueño de cualquier campesino analfabeto de Rumanía. Dicho lo cual se produjo un corto silencio, corto pero expectante, como si el general Entrescu hubiera pronunciado una mala palabra o una palabra malsonante o de pésimo gusto o hubiera insultado a sus invitados alemanes, pues de él (de él y de Popescu) había sido la idea de visitar aquel lóbrego castillo. Un silencio que sin embargo rompió la baronesa Von Zumpe al preguntarle, con un tono de voz cuyo diapasón iba desde lo cándido hasta lo mundano, qué era lo que soñaban los campesinos de Rumanía y cómo sabía él lo que soñaban esos campesinos tan peculiares.
A lo que el general Entrescu respondió con una risa franca, una risa abierta y cristalina, una risa que en los círculos elegantes de Bucarest definían, no sin añadirle un matiz ambiguo, como la risa inconfundible de un superhombre, y luego, mirando a la baronesa Von Zumpe a los ojos, dijo que nada de lo que les ocurría a sus hombres (en referencia a sus soldados, la mayoría campesinos) le era extraño.
– Me introduzco en sus sueños -dijo-, me introduzco en sus pensamientos más vergonzosos, estoy en cada temblor, en cada espasmo de sus almas, me meto en sus corazones, escudriño sus ideas más primarias, oteo en sus impulsos irracionales, en sus emociones inexpresables, duermo en sus pulmones durante el verano y en sus músculos durante el invierno, y todo esto lo hago sin el menor esfuerzo, sin pretenderlo, sin pedirlo ni buscarlo, sin coerción ninguna, impelido sólo por la devoción y el amor.
Cuando llegó la hora de dormir o de pasar a otra sala ornada con armaduras y espadas y trofeos de caza, en donde los aguardaban licores y pastelitos y cigarrillos turcos, el general Von Berenberg se excusó y poco después se retiró a su aposento.
Uno de sus oficiales, el seguidor de Wagner, lo imitó mientras el otro, el seguidor de Goethe, prefirió dilatar aún más la velada. La baronesa Von Zumpe, por su parte, dijo que no tenía sueño. El escritor Hoensch y el oficial de las SS encabezaron la marcha hacia la sala. El general Entrescu se sentó junto a la baronesa. El intelectual Popescu permaneció de pie, junto a la chimenea, mientras observaba con curiosidad al oficial de las SS.
Dos soldados, uno de ellos era Reiter, hicieron las veces de camareros. El otro era un tipo grueso, de pelo colorado, llamado Kruse, que parecía a punto de dormirse.