– Volveré esta noche -le dijo a Josephina-. Hasta entonces, descanse, ¿entendido?
– Gracias, hija -contestó Josephina desde su cama con dosel.
Era la primera vez que Myriam coincidía con su hijo adorado. Un cuerpo esbelto y fuerte, rasgos finos y regulares, pelo muy corto, una mirada elegante, oscura y penetrante, unos labios preciosos: era exactamente tal y como su madre se lo había descrito… Ali esperó a que hubiera salido la joven xhosa para acariciar la mano de su testaruda preferida.
– El que te ha agredido -dijo, siguiendo la línea de sus venas es alguien que conoces, ¿verdad?
Josephina cerró los ojos sin dejar de sonreír. Quiso mentir, pero la mano de su hijo estaba tan caliente…
– Lo conoces, ¿verdad? -insistió.
La anciana suspiró, como si el pasado se hubiera hecho presente. Ali tenía las mismas manos que su padre…
– Conocía a su madre -reconoció por fin-. Nora Mceli… Una amiga de Mary.
Mary era la prima que los había acogido en Khayelitsha cuando tuvieron que huir del bantustán de KwaZulu. En cuanto a su amiga Nora Mceli, era una sangoma, una curandera, que le había curado unas terribles anginas: Ali recordaba a una africana de mirada de cabra furiosa que, tras darle a beber numerosos brebajes, había logrado arrancarle la bola de fuego que le consumía la garganta…
– Nos perdimos de vista cuando murió Mary, pero Nora tenía un hijo -prosiguió Josephina-. Estaba con ella el día del entierro: Simón… ¿No lo recuerdas?
– No… ¿Y ese tal Simón es el que te ha agredido?
Josephina asintió, casi avergonzada.
– ¿Su madre sigue ejerciendo?
– No lo sé -dijo la anciana-. Nora y Simón se marcharon del township hace unos meses, según me han dicho. La última vez que los vi fue en el entierro de Mary. Simón debía de tener entonces unos nueve años: era un niño amable, de salud frágil. Lo atendí una vez en el dispensario. El pobre tenía un soplo en el corazón y asma… Ni siquiera Nora podía hacer nada por él. Quizá por eso se marcharan del township… Ali -le dijo, apretando con fuerza su gran mano-: Nora Mceli nos ayudó cuando lo necesitamos. No puedo denunciar a su hijo, ¿lo entiendes? Además, para atacar a una vieja como yo hay que estar muy desesperado, ¿no te parece?
– O ser un cobarde redomado -dijo Ali entre dientes.
Josephina siempre disculpaba a todo el mundo. Tanto sermón le nublaba el juicio.
– Estoy convencida de que Simón no se acuerda de mí -dijo, muy segura de sí misma.
– Me extrañaría.
Con sus elegantes túnicas blancas, su corpulencia y su bastón, Josephina pasaba tan inadvertida como una aurora boreal. Ali vio sus baratijas sobre la mesilla de noche, las fotos de su hijo querido, que no la tenía más que a ella, y el cementerio humeante que encerraba su universo.
– ¿Simón estaba solo cuando te atacó?
– Sí.
– ¿Es miembro de alguna banda?
– Eso me han dicho, sí.
– ¿Qué te han dicho exactamente?
– Sólo que se juntaba con otros chicos de la calle…
– ¿Y por dónde se mueven?
– No lo sé. Pero si vagabundea por la calle como dicen, eso es que le habrá ocurrido alguna desgracia a su madre.
Ali asintió despacio con la cabeza. Josephina no pudo reprimir un bostezo y dejó al descubierto los pocos dientes que le quedaban. El calmante estaba empezando a hacer efecto…
– Bueno, veré lo que se puede hacer… -Ali besó a su madre en la frente-. Y ahora, duerme. Me pasaré a verte a última hora para asegurarme de que sigues viva…
La anciana ahogó una carcajada, a la vez apenada y encantada de ser objeto de tantas atenciones.
Neuman corrió del todo las cortinas para que la oscuridad fuera completa.
– A propósito -le preguntó desde la cama, mientras aún estaba de espaldas-, ¿qué te ha parecido la pequeña Myriam?
La joven enfermera esperaba delante de la casa, su silueta grácil se recortaba contra el azul del cielo.
– Fea de narices -contestó Ali.
3
El segundo hijo de Oscar y Josephina nació al día siguiente del combate histórico de Kinshasha, en noviembre de 1973. Aquella noche, en medio de un caos indescriptible, Mohamed Ali, el boxeador que se había convertido al islam, se enfrentaba a George Foreman, al que todos consideraban invencible. Lo que estaba en juego en ese combate no era tanto el cinturón de campeón mundial de los pesos pesados como la afirmación de la identidad negra y la prueba mediante los puños de que la lucha por la defensa de sus derechos no era vana. Mohamed Ali, que había boxeado poco desde su salida de la cárcel, venció aquella noche a la fuerza bruta de Foreman, el campeón de la América blanca, demostrando así que el poder se podía pisotear, bastaba sólo luchar con inteligencia y tesón.
El mensaje, que llegó en los momentos más crudos del apartheid, exaltó a Oscar. Su hijo se llamaría como el campeón: «Ali». A Josephina le parecía bonito, y a Oscar, premonitorio.
Culto como era, el zulú no creía mucho en pamplinas, pero los amaDlozi, los antepasados venerados, se habían inclinado sobre la cuna de su segundo hijo. Como el boxeador defensor de la causa negra, su hijo también sería campeón, de todas las categorías…