La luna los guió hacia el horizonte entumecido, testigo mudo de su vía crucis. Terreblanche llevaba un rato divagando sumido en un semicoma, con la tez cada vez más pálida bajo el astro blanco. Una costra amarilla cubría ahora la herida de su brazo. Avanzaba como una marioneta coja, con la mirada perdida en el fondo del tiempo. Por fin, tras cuatro horas de marcha forzada a través de las dunas, el ex coronel se desplomó.
Ya no volvería a levantarse. La sangre perdida, el veneno de la araña, el día pasado al sol y la marcha habían terminado de deshidratarlo. No habían recorrido más que un puñado de kilómetros: la granja estaba lejos todavía, al final de la noche. Neuman apenas trató de hablarle: tenía la garganta tan seca que de su boca salió un tenue silbido. A sus pies, Terreblanche parecía ahora un anciano. Trató de reanimarlo, en vano. El militar ya no reaccionaba. Sin embargo, sus labios se movían, agrietados por el calor.
Ali le puso una de las esposas en la muñeca, él se enganchó la otra y empezó a arrastrarlo por la arena.
Cada paso le partía en dos la costilla herida, cada paso le costaba dos vidas, pero para el zulú su carroña era muy importante: ya era lo único que le importaba.
Cien, doscientos, quinientos metros: le hablaba para darse ánimos, le hablaba a esa basura inanimada para no pensar más, ni en su madre ni en nadie. Lo arrastró así durante dos horas, tan lejos como podían llevarlo las piernas, sin preguntarse si Terreblanche respiraba todavía. Ali caminaba sobre una línea imaginaria. Pero sus fuerzas flaqueaban. Su camisa, antes empapada, estaba ahora tan seca como su piel. Ya no le quedaba sudor. Ya no se mantenía en pie. Y encorvado, de milagro. El esfuerzo lo había devorado por completo. Sus muslos eran de madera y de cristal a la vez. La garganta, sobre todo, le quemaba de manera atroz. Se tambaleaba, arrastrando su carroña, bajaba las pendientes, trepaba a las cimas de las dunas y volvía a caer del otro lado, delirando. Su carroña estaba muerta. Mierda. Siguió arrastrándola, unos metros más, pero sus fuerzas habían huido del todo: Ali veía doble, triple, ya no veía nada. La granja estaba demasiado lejos. Pensaba a retazos. Ya no tenía saliva en las ideas. El hermoso engranaje de su cuerpo se había quedado sin aceite.
Se dejó caer entre los flancos de una duna.
Un silencio estruendoso planeó sobre el desierto. Ali distinguía apenas los ojillos de cromo que lo observaban desde la bóveda celeste. Una noche negra.
– ¿Tienes miedo, pequeño zulú? Dime, ¿tienes miedo?
Nadie lo sabía. Ni siquiera su madre: había que descolgar el cadáver de su padre, los jirones de piel, que se desprendían con el agua clara; estaba Andy, reducido a una cosa negra y retorcida, el entierro, los muertos que llorar, el sangoma ignorante que lo había auscultado, tenían que organizar la huida… Nadie sabía lo que los vigilantes le habían hecho detrás de la casa. El cuerpo lacerado de su padre, las lágrimas negras de Andy, su pantalón lleno de pis, el olor a caucho quemado, todo iba demasiado deprisa. Los vigilantes le separan las piernas detrás de la casa, él grita, aterrorizado, los tres hombres con pasamontañas le destrozan los testículos a patadas, los perros de guerra se encarnizan para dejarlo impotente: la película volvió a proyectarse una última vez en la pantalla negra del cosmos.
Ali abrió los ojos. Sentía los párpados pesados, pero, lentamente, una impresión de ligereza desconocida absorbía su mente… ¿Fin del insomnio? Ali pensó en su madre a la que tanto quería, una imagen de ella feliz, estallando en una gran carcajada de ciega, pero otro rostro no tardó en invadir todo el espacio. Zina, Zaziwe, ese sueño repetido mil veces cuando, de noche, su olor a selva lo envolvía y lo arrastraba lejos del mundo, con ella… Una brisa tibia sopló y alisó la arena bajo la luna.
Ali cerró los ojos para acariciarla mejor. Y ahí se quedó.
11
– ,Ha visto a mi bebé? Oiga, señor… ¿tiene a mi bebé?
Una vieja vestida de harapos se acercó a los surtidores de gasolina. Epkeen, que se estaba asando bajo el tejado de chapa, apenas le prestó atención. La khoi khoi venía de la aldea vecina, una veintena de míseras chozas sin agua corriente ni electricidad, junto a la estación de servicio. Hablaba con los chasquidos característicos de su lengua, una mujer sin edad, con el rostro cubierto de arena.
– ¿Ha visto a mi bebé? -repitió.
Epkeen salió de su letargo. La vieja sostenía un viejo trapo mugriento contra su pecho y lo miraba, implorante… El de la gasolinera trató de alejarla, pero la mujer volvía a la carga, como si no lo oyera. Se pasó el día deambulando así. Acunaba su trapo repitiendo la misma frase, siempre la misma, desde hacía años, a cada automovilista que venía a llenar el depósito:
– Señor… por favor… ¿ha visto a mi bebé?
Se había vuelto loca.