A decir verdad, Aggie no sonaba a nombre masculino, pero en cualquier caso, los tres se mostraron abiertos y amables con Ophélie. El joven asiático se llamaba Bob; el afroamericano, Jefferson, y la mujer hispana, Milagra, aunque los otros dos la llamaban Millie. Al cabo de unos minutos, los tres fueron al garaje tras el edificio donde se aparcaban las furgonetas.
– ¿Qué hacen ellos? -inquirió Ophélie con interés mientras volvía a concentrarse en los archivadores situados detrás del escritorio de Miriam.
– Son el equipo de asistencia nocturna, los héroes del centro. Están un poco locos y son muy salvajes. Salen cinco noches por semana, y para los fines de semana tenemos un equipo de repuesto. Pero estos chicos son increíbles, los tres. Una vez salí con ellos y por poco se me parte el corazón… aparte de que me morí de miedo -admitió con una mirada de afecto y admiración.
– ¿Y no es un trabajo peligroso para una mujer? -comentó Ophélie, impresionada, porque también a ella le parecían unos héroes.
– Millie sabe lo que se hace. Antes era policía, pero tiene la invalidez permanente porque le dispararon y perdió un pulmón, aunque te aseguro que es tan dura como los otros dos. Es experta en artes marciales y es capaz de cuidar de sí misma y de los chicos.
– ¿Esa cicatriz se la hizo trabajando como policía? -preguntó Ophélie, sintiendo un respeto cada vez más profundo por todos ellos.
Eran las personas más valientes y bondadosas que había conocido en su vida. Y la joven hispana era bellísima a pesar de la cicatriz. Lo cierto es que su historia le inspiraba curiosidad.
– No, se la hizo su padre cuando era pequeña. Le rajó la cara cuando intentó que no la violara. Creo que tenía once años.
Muchos de ellos tenían historias semejantes, pero Ophélie quedó sobrecogida al pensar que Milagra tenía la misma edad que Pip cuando su padre le hizo aquello.
– Puede que por ello ingresara en la policía.
Fue un día increíble para Ophélie. Cada dos por tres llegaban indigentes de distintos tamaños, edades y sexos para ducharse, comer, dormir o simplemente alejarse un rato de las calles para deambular por el vestíbulo. Algunos de ellos parecían muy coherentes y responsables, limpios incluso, mientras que otros tenían la mirada vidriosa y perdida. Unos cuantos estaban a todas luces borrachos, y un par parecían drogados. El centro Wexler se mostraba generoso en extremo con su política de admisión. Estaba prohibido consumir alcohol y drogas en las instalaciones, pero aunque se encontraran en un estado lamentable al llegar siempre les franqueaban la entrada.
La mente de Ophélie era un remolino de pensamientos cuando se fue tras haber prometido que volvería al día siguiente. Se moría de impaciencia por regresar, y se lo contó todo a Pip durante el trayecto a casa. Como es natural, Pip quedó impresionada, no solamente por el centro, sino también por el hecho de que su madre hubiera ido a ofrecer sus servicios como voluntaria.
Cuando Matt llamó aquella tarde, se lo contó todo mientras Ophélie se duchaba arriba. Se sentía mugrienta después de trabajar todo el día en el centro, y también muerta de hambre cuando bajó con el cabello envuelto en una toalla. Ni siquiera había parado para almorzar. Pip seguía hablando con Matt.
– Matt te manda saludos -dijo la niña antes de seguir hablando con su amigo.
Ophélie se estaba preparando un bocadillo; su apetito había aumentado de forma considerable en las últimas semanas.
– Igualmente -dijo antes de dar un bocado.
– Dice que eres genial por hacer lo que haces -transmitió Pip.
Acto seguido pasó a hablar a Matt del proyecto de escultura que habían empezado en clase de arte y de que se había ofrecido voluntaria para colaborar en el anuario del colegio. Le encantaba hablar con él, aunque no era lo mismo que estar sentada a su lado en la playa. Pero sobre todo no quería perder el contacto, ni él tampoco. Por fin pasó el teléfono a su madre.
– Por lo visto andas ocupada en cosas muy interesantes -alabó Matt-. ¿Qué tal te va?
– Pues es aterrador, emocionante, maravilloso, maloliente, conmovedor y triste. Me encanta. La gente que trabaja allí es estupenda, y los que vienen a pedir ayuda son muy amables.
– Eres una mujer increíble; estoy impresionado -declaró Matt con sinceridad, pues lo pensaba desde el día en que la conoció.
– Pues no tienes por qué. Lo único que he hecho es archivar documentos y poner cara de tonta. No tengo ni idea de nada ni de si querrán que me quede.
Les había prometido acudir tres días de prueba, de modo que le quedaban dos. Pero de momento estaba encantada.
– Seguro que querrán que te quedes. No hagas nada peligroso ni arriesgado, ¿vale? No puedes permitírtelo, por Pip.
– Lo sé, te lo aseguro.
El hecho de que Louise Anderson se hubiera referido a ella como madre sola se lo había hecho comprender de forma dolorosa, aunque muy clara.
– ¿Qué tal la playa?
– Muerta sin vosotras -repuso Matt en tono afligido.