Читаем Un Puerto Seguro полностью

nuestras historias

se funden

en una,

se dejan acariciar

por el sol

de invierno,

y ya no me siento

quebrantada.

Y toda yo,

al fin completa,

como una antigua vasija

agrietada

pero hermosa,

los misterios

de la vida

ya no necesitan

respuesta

y tú, querido amigo,

tomados de la mano,

seguimos

rehaciéndonos.

Y la vida

empieza de nuevo,

una canción

de amor

y alegría

que no tiene

fin.

<p>Capítulo 1</p>

Era uno de esos días fríos y brumosos que caracterizan el verano en el norte de California. El viento barría la playa en forma de media luna alargada, levantando nubes de arena fina. Una niña pequeña ataviada con bermudas rojas y jersey blanco paseaba despacio por la playa de cara al viento mientras su perro husmeaba las algas que alfombraban la orilla.

La pequeña tenía el cabello corto, rojizo y rizado, ojos color miel con motitas ámbar y la tez salpicada de pecas. Quienes sabían de niños le habrían echado entre diez y doce años. Era grácil, menuda y de piernas flacas. Su perro era un labrador de color chocolate. Habían bajado caminando sin prisas desde la urbanización vallada hasta la playa pública que se extendía en el extremo más alejado. La playa estaba casi desierta por el frío pero a la niña no le importaba. De vez en cuando, el perro ladraba al ver levantarse las nubecillas de arena y luego regresaba corriendo a la orilla. En un momento dado se puso a ladrar frenético al descubrir un cangrejo, y la niña estalló en carcajadas. A todas luces, la pequeña y el perro eran buenos amigos. Algo en la forma de caminar juntos delataba una vida solitaria, como si dieran aquellos largos paseos a menudo.

Algunos días hacía mucho sol y calor en la playa, como cabría esperar en el mes de julio, pero no siempre. Cuando la niebla se cernía sobre el paisaje, un frío invernal se adueñaba del lugar. Se veía llegar la bruma a caballo sobre las olas, atravesando los pilares del Golden Gate. En ocasiones se distinguía el puente desde la playa. Safe Harbour se encontraba a treinta y cinco minutos al norte de San Francisco, y más de la mitad del trayecto que mediaba entre ambos lugares estaba ocupado por una urbanización privada de casas ancladas tras las dunas a lo largo de la playa. Solo tenían acceso directo a la playa las casas construidas en primera línea. En la otra punta empezaba la playa pública y una hilera de casas más modestas, casi cabañas, que también disponían de acceso a la playa. En los días cálidos y soleados, la playa pública estaba atestada de bañistas, pero por regla general también aquel espacio aparecía casi desierto, y, en la zona privada, la presencia humana era harto infrecuente.

La niña acababa de alcanzar la zona de playa bordeada por las casas modestas, donde vio a un hombre sentado en un taburete plegable, pintando una acuarela apoyada sobre un caballete. Se detuvo a observarlo desde una distancia considerable mientras el labrador se encaramaba a la duna en pos de un misterioso olor que por lo visto le había llevado el viento. La niña se sentó en la arena lejos del artista para verlo trabajar. Se hallaba a tanta distancia de él que el pintor no reparó en su presencia. Le gustaba contemplarlo, pues había en él algo sólido y conocido mientras el viento le alborotaba el corto cabello oscuro. Le agradaba observar a la gente y a veces hacía lo propio con los pescadores, siempre a una distancia prudente, pero sin perder detalle de sus actividades. Permaneció sentada allí durante largo rato, advirtiendo que en el cuadro había unas embarcaciones que no existían en realidad. Más tarde, el perro regresó y se sentó junto a ella en la arena. La niña lo acarició sin mirarlo, pues tenía la vista clavada en el mar, aunque de vez en cuando la desviaba para mirar al artista.

Al cabo de un rato, la niña se levantó para acercarse un poco más. Permaneció a su espalda y a un lado, de forma que el pintor seguía sin verla, pero ella podía contemplar a sus anchas la obra. Le gustaban los colores que utilizaba, y el cuadro mostraba una puesta de sol que también le agradaba. El perro estaba cansado y no se movía de su lado, como si esperara una orden. Al cabo de unos minutos, la niña se aproximó un poco más, y el artista reparó por fin en ella. Alzó la vista con un sobresalto cuando el perro pasó junto a él como una exhalación, levantando una lluvia de arena. Fue entonces cuando vio a la niña. Sin decir nada, siguió trabajando y, cuando al cabo de media hora volvió de nuevo la cabeza para mezclar sus pinturas con agua, le sorprendió comprobar que la niña no se había movido.

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