– Y si hubiera llamado, ¿qué? En mi vida, todo se deshace en palabras. Todo palabras, palabras… En realidad, esta es la teoría del doctor Mitzkin: el hombre terminará siendo una máquina de palabras. Sí, y ahora recuerdo que el doctor Mitzkin también asistió a la orgía de Granat. Llegó a practicar lo que predicaba, pero también fue capaz de escribir La entropía de la pasión. Pues sí, la condesa me visita de vez en cuando. También ella es una intelectnal, aunque sin intelecto. En realidad, pese a que las mujeres hacen cuanto pueden para poner de relieve los encantos de sus cuerpos, saben tan poco acerca del significado de la sexualidad como acerca del significado del intelecto. Por ejemplo, fijémonos en la señora Tschissik. ¿Qué tuvo aquella mujer, salvo su cuerpo? Ahora bien, más valía no preguntarle qué es un cuerpo, en realidad. Actualmente, es una mujer fea. Cuando era actriz, en los tiempos de Praga, aún conservaba un algo… Yo era el primer actor. Ella era una actriz de segundo orden, con apenas una chispita de talento. Fuimos a Praga con la idea de ganar algún dinero, y allí encontramos a un genio, a un homo sapiens en su cumbre de actividad de autotortura. Kafka quería ser judío, pero no sabía cómo. Quería vivir, pero tampoco sabía cómo. En cierta ocasión le dije: «Franz, eres joven, haz lo que todos hacemos.» Había en Praga un prostíbulo en el que me conocían bien, y convencí a Kafka de que fuera conmigo a ese sitio. Kafka todavía era virgen. Prefiero no hablar de la muchacha con la que estaba prometido en matrimonio. Kafka vivía hundido hasta el cuello en el barro burgués. Los judíos de su círculo tenían un ideal, el ideal de convertirse en gentiles, y no en gentiles polacos, sino en gentiles alemanes. En resumen, convencí a Kafka de que debía intentar aquella aventura. Le llevé a una oscura calleja, en el ghetto antiguo, en donde se encontraba el prostíbulo. Subimos los empinados peldaños. Abrí la puerta. Parecía un escenario, con las rameras, los chulos, los visitantes y la madama. Jamás olvidaré aquel instante. Kafka se echó a temblar y me tiró de la manga. Luego dio media vuelta y bajó las escaleras tan de prisa que temí se quebrara una pierna. Al llegar a la calle se detuvo y vomitó como un colegial. De regreso, pasamos ante una vieja sinagoga, y Kafka comenzó a hablar del golem. Kafka creía en el golem e incluso estaba convencido de que el futuro nos depararía otro golem. Forzosamente tenía que haber palabras mágicas capaces de convertir un montón de arcilla en un ser vivo. ¿Acaso Dios, según nos dice la Cábala, no creó el mundo por el medio de pronunciar sagradas palabras? Al principio era el Logos. Sí, todo no es más que un inmenso juego de ajedrez. Siempre temí a la muerte, pero ahora que estoy con un pie en la tumba he dejado de temerla. No cabe duda de que mi adversario planea jugar lentamente. Seguirá con su táctica de quitarme todas mis piezas, una a una. Primero, me quitó mi arte de actor, luego me convirtió en pseudoescritor. Y tan pronto hizo esto último, me dio esa parálisis que afecta a algunos artistas de la pluma, incapaces de escribir media palabra. A continuación, me privó de mi vigor viril. Sí, ya sé que aún falta mucho para el jaque mate, y esto me da cierta fuerza. Que hace frío en mi dormitorio, pues bien, que siga haciendo frío. Que hoy no tengo ni para cenar, pues bien, nadie se muere por no cenar un día. Él me ataca y yo contraataco. Hace algún tiempo, regresé a casa a última hora de la noche. Hacía un frío terrible, y, de repente, me di cuenta de que me había olvidado la llave. Desperté al portero, pero resultó que no tenía llave. El portero apestaba a vodka y su perro me mordió un pie. En otros tiempos me hubiera desesperado, pero en esta ocasión dije a mi adversario: «Si quieres que coja una pulmonía, te diré que no tengo nada que objetar.» Me alejé de casa y me fui a la estación de Viena. El viento casi me llevó en volandas. Fui a pie porque, a aquella hora de la noche, hubiera tenido que esperar tres cuartos de hora para coger el tranvía. Al pasar ante la asociación de actores ví luz en una ventana. Cuando subí los peldaños, la punta de mi pie tropezó con algo que produjo un sonido metálico. Me incliné y vi que era una llave. ¡Mi llave! Las probabilidades de que encontrara la llave de mi casa en aquella oscura escalera eran una entre mil millones, pero, al parecer, mi adversario temía que rindiera el alma antes de que él estuviera dispuesto a recibirla. ¿Fatalismo? Bueno, pues sí, también se le puede llamar fatalismo.