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Entre sus fibrosas elevaciones, descubrí una especie de orilla que se precipitaba sobre el océano; su altura alcanzaba varias docenas de metros, pero su superficie era casi plana, de modo que dirigí la nave hacia allí. El aterrizaje resultó ser más difícil de lo que pensaba, casi toqué con el rotor la pared que se alzaba ante mis ojos, pero lo conseguí. Apagué inmediatamente el motor y abrí la portezuela de la carlinga hacia atrás. Antes que nada, me aseguré, de pie sobre el ala, de que el helicóptero no corría peligro de caer al océano; las olas lamían la orilla dentada a unos diez pasos de mi improvisada pista de aterrizaje, pero el aparato se encontraba firmemente apoyado sobre sus patines, debidamente separados entre sí. De un salto, bajé a «tierra». Estuve a punto de chocar con una pared que resultó ser una enorme y fina membrana ósea, acribillada por infinidad de excrecencias en forma de galerías. Un surco de varios metros de profundidad dividía en diagonal toda aquella pared de varias plantas, mostrando la perspectiva del abismo y sus enormes e irregulares orificios. Trepé por el pilar más cercano del acantilado, y comprobé que el calzado de la escafandra se adhería perfectamente y que esta no dificultaba mis movimientos; una vez hube ascendido el equivalente a unos cuatro pisos sobre el nivel del océano pude, por fin, abarcar con la vista el esquelético paisaje.

Era increíble lo mucho que se parecía a una ciudad arcaica y semiderruida, o a un exótico asentamiento marroquí de hace siglos, destruido por un terremoto u otro cataclismo. Lo que se perfilaba con mayor claridad eran los recovecos de las angostas calles, en parte tapadas o bloqueadas por cascotes, sus empinadas pendientes al encuentro con la orilla azotada por la viscosa espuma; más arriba, las almenas que había permanecido intactas, sus bastiones, sus muros inclinados y unos orificios negros que atravesaban las cóncavas y hundidas paredes y semejaban troneras o ventanas estrechadas. Toda aquella isla-ciudad se escoraba pesadamente hacia un lado, como si fuera un buque en pleno naufragio, moviéndose a la deriva mientras giraba muy despacio sobre sí misma; aquella rotación podía intuirse por el aparente desplazamiento del sol sobre el firmamento que incitaba a las sombras a arrastrarse perezosamente en los recovecos de las ruinas. De vez en cuando, un rayo de sol quedaba libre y me alcanzaba. Trepé aún más arriba, arriesgándome ya mucho, hasta que una fina arenisca empezó a desprenderse de las rocas por encima de mi cabeza; caían sobre los sinuosos desfiladeros y las calles, levantando nubes de polvo; después de todo, un mimoide no es una roca y su parecido con la piedra caliza se esfuma al tacto; tiene una superficie porosa y por tanto muy liviana, mucho más que la piedra pómez.

Me encontraba ya tan arriba, que empecé a notar su movimiento: no solo flotaba hacia delante, impulsado por los golpes de los negros músculos del océano, sin origen ni destino, sino que, además, se escoraba con extrema lentitud hacia ambos lados alternativamente; cada uno de estos lentos movimientos pendulares iba acompañado por el prolongado y pegajoso susurro de las espumas pardas y amarillentas que bañaban sus orillas. Aquel balanceo le había sido concedido hacía mucho tiempo, en la hora de su nacimiento, y lo había conservado gracias a su enorme masa. Desde mi atalaya contemplé todo lo que estaba a mi alcance, descendí con prudencia y fue entonces cuando, para mi sorpresa, me di cuenta de que el mimoide no me interesaba lo más mínimo, que yo había llegado hasta allí para encontrarme con el océano y con nadie más.

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