Читаем Solaris полностью

No había nadie. Una ventana cóncava igual que la de la otra habitación, pero más pequeña, apuntaba al océano que aquí, a contraluz, relucía grasiento, como si un aceite rojizo resbalara por las olas. Un resplandor escarlata llenaba toda la habitación, que parecía el camarote de un barco; uno de los laterales estaba ocupado por estanterías de libros y, entre ellas, una cama anclada verticalmente a la pared con ayuda de cardanes; al otro lado había numerosos armarios pequeños, separados por marcos niquelados con tiras de fotografías aéreas, matraces y probetas sujetas con mandriles metálicos y taponadas con algodón; bajo la ventana había dos filas de blancas cajas esmaltadas, colocadas de forma que apenas se podía pasar entre ellas. Algunas de las tapas estaban entreabiertas y dejaban ver numerosas herramientas y mangueras de plástico; en los rincones se amontonaban grifos, tubos de extracción de humos, congeladores. Finalmente, en el suelo, descansaba un microscopio que ya no debía de haber encontrado acomodo sobre la enorme y atestada mesa que había junto a la ventana. Al darme la vuelta vi, justo al lado de la puerta, un armario entornado que dejaba ver un montón informe de monos de faena, delantales de trabajo y ropa interior; entre las cañas de las botas antirradiactivas, brillaban botellas de aluminio de las utilizadas en los aparatos de oxígeno portátiles. Dos de ellos, con sus respectivas mascarillas, colgaban de la barandilla de la cama elevada. Por doquier reinaba el mismo caos, que alguien se había afanado en disimular ordenándolo todo de cualquier manera. Inspiré el aire para intentar captar algo y pronto noté el débil aroma de los reactivos químicos, así como restos de un olor algo más fuerte, ¿tal vez cloro? Maquinalmente, busqué con la vista las rejillas de las salidas de aire en el techo. Las tiras de papel fijadas a sus marcos ondeaban suavemente, en señal de que los compresores mantenían la habitual circulación de aire. Llevé los libros, los aparatos y las herramientas que ocupaban las dos sillas hasta la otra punta de la habitación, y los coloqué como pude, hasta despejar en cierto modo el espacio en torno a la cama, entre el armario y las estanterías. Arrastré el perchero para colgar la escafandra, agarré con los dedos los tiradores de las cremalleras, pero enseguida los solté. De alguna manera, no podía decidirme a desprenderme de la escafandra, como si por el mero hecho de hacerlo, fuera a quedar indefenso. Una vez más, recorrí la habitación con la mirada. Comprobé que la puerta estuviera bien cerrada y, como no había cerradura, tras un instante de vacilación, arrastré hasta apoyarlas contra ella dos de las cajas más pesadas. Una vez atrincherado de aquel modo provisional, me liberé a tirones de mi pesado caparazón, que crujió. En la parte exterior del armario había colgado un espejo estrecho que reflejaba parte de la estancia. De pronto, con el rabillo del ojo, vi que algo se movía detrás de mí. Me levanté de un salto, hasta que me di cuenta de que no era más que mi propia imagen en el espejo. La camiseta que llevaba por debajo de la escafandra estaba toda sudada. Me la quité y empujé el armario. En el vano de la pared brillaron los tabiques de un cuarto de baño en miniatura. En el suelo, junto a la ducha, reposaba un cofre plano, de un tamaño considerable. No sin dificultad lo arrastré también hasta la habitación. Una vez allí, la tapa saltó como si dispusiera de un muelle. El cofre tenía varios compartimentos llenos de extraños objetos: un buen número de réplicas de herramientas, esbozadas a grandes rasgos en un metal oscuro, muy parecidas a las que había visto guardadas en los pequeños armarios de la habitación. A ninguna se le podía sacar provecho: estaban deformadas, romas, medio fundidas, como si hubieran sido rescatadas de un incendio. Lo más extraño era que incluso los mangos de ceramita, prácticamente infusibles, parecían haber sido destruidos del mismo modo. En ningún horno de laboratorio podría alcanzarse la temperatura suficiente para fundirlos, a no ser que se tratara de un reactor nuclear. Saqué un pequeño medidor de radiación del bolsillo de la escafandra, pero su negra punta permaneció inmóvil cuando la acerqué a los restos.

Tan solo llevaba puestos los slips y una camiseta de rejilla. Arrojé ambas prendas al suelo, como si fueran trapos y, de un salto, me metí desnudo en la ducha. Sentí sobre mi piel la reconfortante presión del agua. Durante unos minutos me retorcí bajo la potente lluvia de duros y calientes chorros, mientras masajeaba mi cuerpo y resoplaba, como si con ello pudiera sacudir, expulsar de mi interior toda aquella turbia inseguridad cargada de sospechas que emanaba la Estación.

Перейти на страницу:

Похожие книги

Аччелерандо
Аччелерандо

Сингулярность. Эпоха постгуманизма. Искусственный интеллект превысил возможности человеческого разума. Люди фактически обрели бессмертие, но одновременно биотехнологический прогресс поставил их на грань вымирания. Наноботы копируют себя и развиваются по собственной воле, а контакт с внеземной жизнью неизбежен. Само понятие личности теперь получает совершенно новое значение. В таком мире пытаются выжить разные поколения одного семейного клана. Его основатель когда-то натолкнулся на странный сигнал из далекого космоса и тем самым перевернул всю историю Земли. Его потомки пытаются остановить уничтожение человеческой цивилизации. Ведь что-то разрушает планеты Солнечной системы. Сущность, которая находится за пределами нашего разума и не видит смысла в существовании биологической жизни, какую бы форму та ни приняла.

Чарлз Стросс

Научная Фантастика