Esperé casi un minuto en silencio y luego retomé mis llamadas. En vano también esta vez. Las salvas de crujidos que producían las descargas atmosféricas se sucedían en los auriculares con un murmullo de fondo, tan profundo y bajo como si se tratara de la voz del mismísimo planeta. El cielo anaranjado de la escotilla se tiñó de blanco. El cristal se oscureció y yo me encogí instintivamente, dentro de lo que me permitían las vendas neumáticas, antes de percatarme, apenas un segundo más tarde, de que se trataba de nubes: bancos de vapor se elevaron, empujados por un soplo. Seguí planeando, a ratos de cara a la luz, a ratos a la sombra, mientras la cápsula giraba a lo largo de su eje vertical y la esfera solar — gigante e hinchada— pasaba rítmicamente delante de mi cara, apareciendo por la izquierda para ponerse rápidamente a la derecha. Súbitamente, una lejana voz empezó a hablar directamente en mi oído, a través del murmullo de fondo y los chasquidos de la nave:
— Aquí Estación Solaris llamando al forastero; aquí Estación Solaris llamando al forastero. Todo en orden. Está usted ya bajo el control de la Estación. Estación Solaris llamando al forastero: prepárese para el aterrizaje en el instante cero, repito, prepárese para el aterrizaje en el instante cero. Atención, comienza la cuenta atrás: doscientos cincuenta, doscientos cuarenta y nueve, doscientos cuarenta y ocho…
Ráfagas de maullidos separaban las palabras, desvelando su carácter no humano. Ciertamente, se trataba de un fenómeno, como poco, extraño. Por lo general, la gente suele acudir al aeropuerto para recibir a los que vienen de fuera; y más aún si proceden directamente de la Tierra. En cualquier caso, no pude dedicar más tiempo a reflexionar sobre aquella circunstancia, ya que el inmenso círculo descrito a mi alrededor por el sol frenó en seco junto con la llanura hacia la que me dirigía. La cápsula se zarandeaba como si fuera el contrapeso de un péndulo gigantesco. Mientras luchaba contra el mareo, pude contemplar, sobre la inmensidad del planeta que se elevaba como una pared rayada con ayuda de oscuras estelas lilas y negras, un tablero de ajedrez formado por minúsculos puntos blancos y verdes: era la señal de orientación de la Estación. Al mismo tiempo, algo se desprendió con un crujido de la parte superior de la cápsula: era el largo collar del paracaídas de frenado, que aleteó de forma brusca. Había algo inefablemente terrestre en aquel sonido: por primera vez en muchos meses, llegó a mis oídos el bramido del viento en toda su enormidad.
Todo empezó a suceder muy deprisa. Hasta ese momento, solo me constaba que estaba cayendo. Ahora podía verlo con mis propios ojos. El tablero de ajedrez blanquiverde se agrandó bruscamente: estaba pintado sobre un alargado armazón con forma de reluciente ballena plateada, a cuyos lados se erguían las antenas del radar, con hileras de huecos de ventanas más oscuros; sabía que aquel coloso de metal no yacía sobre la superficie del planeta, sino que se hallaba suspendido sobre él y que arrastraba su sombra — una elíptica mancha de oscuridad aún más profunda— sobre un fondo negro azabache. Al mismo tiempo, vislumbré los surcos del océano, teñidos de morado. Detecté su débil movimiento. De pronto, las nubes, de un escarlata deslumbrante en los bordes, salieron despedidas hacia arriba y el cielo se volvió lejano y raso, de un color naranja sucio; luego, todo se borró: entré en barrena.
Antes de que pudiera abrir siquiera la boca, un golpe seco devolvió la cápsula a su posición vertical; por el ojo de buey, el océano, cuyas olas llegaban hasta el horizonte de humo, centelleó con luz mercurial; las cuerdas y los anillos del paracaídas se desprendieron y volaron sobre las olas arrastrados por el viento, mientras con un particular y ralentizado movimiento, propio del campo de fuerza artificial, la nave empezó a balancearse suavemente y a descender. Lo último que vi fueron dos catapultas aéreas y los espejos de dos radiotelescopios calados, que alcanzaban varios metros de altura. La cápsula se detuvo con un escalofriante ruido de acero chocando enérgicamente contra más acero, y algo debajo de mí se abrió; la cáscara metálica, en la que hasta entonces había permanecido erguido, dio por finalizado su viaje tras ciento ochenta kilómetros de caída ininterrumpida, resoplando con un prolongado quejido.
— Estación Solaris. Cero y Cero — dijo la voz muerta del aparato de control —. El aterrizaje ha finalizado. Corto.
Sentía una indefinida presión en el pecho y percibía mis órganos internos como un peso desagradable. Con ambas manos empuñé las palancas que se alzaban justo a la altura de mis hombros y apagué los contactos. La palabra TIERRA se iluminó en verde y el lateral de la cápsula se abrió; el lecho neumático me empujó suavemente por la espalda de forma que, para no caerme, me vi obligado a dar un tembloroso paso al frente.