Se metieron en una tabernucha de la Avenida 68, situada tres puertas más abajo de la casa de juego, una taberna antigua en la que, para entrar, había que empujar la puerta con la mano. La mayoría de los parroquianos bebían de pie en el mostrador. Alan y Hawkes se sentaron a un lado de la mesa que había en el fondo de la sala; al lado opuesto tomó asiento Steve.
No había robot allí, y los sirvió el tabernero, un viejo cansado y aburrido de la vida. Hawkes pidió cerveza; Steve, whisky, y Alan, nada.
Alan vio que el rostro de su hermano estaba muy cambiado. Steve tenía veintiséis años; pero, mirada esta edad desde la posición ventajosa que eran los diecisiete de Alan, Steve parecía enormemente viejo, como si hubiese dejado muy atrás la primavera de la vida.
—El
—Bueno; ¿y qué?
—Que al capitán le gustaría volver a verte, hermano.
Steve, pensativo, estuvo mirando a su vaso un buen rato. Alan no le quitaba la vista de encima. Para Alan, el astronauta, hacía menos de dos meses que Steve había desertado. Alan seguía recordando a su hermano gemelo tal cómo éste era por aquel entonces. Había entonces en los ojos de Steve algo que ardía en rescoldo, algo como un fuego de rebeldía, como una humeante pasión. Todo eso se había extinguido ya. Hacía largo tiempo que eso había ardido. Alan veía solamente venillas rojas, los ojos inyectados en sangre de un hombre poco favorecido por la Fortuna.
—¿Es verdad que le gustaría verme? —preguntó Steve—. ¿No preferiría creer que nunca he nacido?
—¡Cómo va a preferir eso!
—Conozco bien al capitán…, a mi padre. Nueve años hace que no lo veo. No me perdonará nunca lo que he hecho. Y yo no quiero hacer una visita a la
—¿Quién habla de visitas?
—Entonces, ¿qué pretendes de mí?
—Que te reintegres a la nave, que vuelvas a formar parte de su tripulación.
Las palabras de su hermano producían en Steve el efecto de golpes.
Steve tembló un poco y se bebió de un sorbo el licor que quedaba en el vaso que apretaban sus dedos amarillos de nicotina. Miró a Alan y dijo:
—No puedo hacer eso. Es imposible, absolutamente imposible.
—Pero…
Hawkes tocó a Alan con el pie por debajo de la mesa. El joven entendió lo que quería decir el golpecito que le había dado el tahúr y cambió de conversación. Tiempo habría de volver a ese tema.
—Dejemos esto por ahora. Cuéntame tu vida en la Tierra durante esos últimos nueve años.
Steve dejó oír una risa sardónica y dijo:
—No tengo mucho que contar, y lo poco que puedo explicar es una historia muy triste. Salí del Recinto, atravesé el puente y entré en la ciudad de York dispuesto a conquistar el mundo, a hacerme rico y célebre y vivir bien. A los cinco minutos de haber puesto los pies en la Tierra, fui apaleado y robado por una cuadrilla de delincuentes juveniles. ¡Buen principio!
Hizo señas al tabernero para que le trajera otro whisky y continuó así:
—Llevaba cosa de dos semanas en la ciudad cuando me detuvo la policía por indocumentado. La
»La policía me educó, enseñándome las costumbres terrestres con buenas dosis de porrazos y quemaduras. Cuando me soltaron ya sabía muy bien las ventajas que tiene el sistema de gremios. Yo no tenía dinero, y viví como pude durante algún tiempo. Cuando me cansé de esa vida, me puse a buscar trabajo. Nadie me quería dar empleo, y yo carecía de la suma necesaria para poder ingresar en uno de los gremios hereditarios. En la Tierra sobra gente, y ningún interés tienen en dar trabajo a un astronauta desertor.
»Pasé hambre. Harto de pasar miseria, al cabo de un año de estar aquí, pedí prestados mil créditos. Hubo un idiota que me los prestó. Con ellos me hice jugador profesional y me inscribí en el Registro de No Agremiados. Era lo único que podía hacer.
—¿Te fue bien? — le preguntó Alan.
—¡Figúrate! Seis meses después debía mil quinientos créditos. Luego, cambió mi suerte. Gané tres mil créditos en un solo mes, y me ascendieron a jugador de la categoría B. A los dos meses de esto, no sólo perdí esos tres mil créditos, sino que tenía trampas por más de dos mil. Y desde entonces voy viviendo así. Le pido dinero prestado a éste, y cuando gano algo, lo pago; pierdo, y le pido dinero a aquél. Y así siempre. Dime tú si esto es vida. A veces sueño con la
Steve hablaba despacio, monótonamente, con acento de tristeza en su voz. El enérgico, el fanfarrón Steve, el que había conocido Alan antes de la separación, debía de existir todavía, oculto dentro de sí mismo, en algún rinconcito de su alma, aunque exteriormente estuviese cubierto de harapos y de las cicatrices que habían dejado en su cuerpo aquellos nueve años crueles que llevaba viviendo en la Tierra.
Nueve años eran un abismo tremendo. Alan compadecía a su hermano. El joven, tras respirar un momento, dijo: