Читаем Obsesión espacial полностью

—Sí; lo comprendo —dijo Alan—. Y así no tiene usted envidiosos. Les deja usted la esperanza de ganar otro día.

Salió el coche de la estación. Mientras éste corría a gran velocidad por el oscuro túnel, iba pensando Alan en lo que había visto aquella noche. Se decía que el género de vida que se llevaba en la Tierra le enseñaba a uno muchas cosas, y que muchas de estas cosas él las tenía que aprender aún.

Hawkes tenía un don: el de saber ganar. Pero no abusaba de este don, sino que lo ocultaba un poco para que la gente no le tuviera envidia. En la Tierra reinaba la envidia; en ella la gente llevaba una vida muy fea, que en nada se parecía a la serenidad y al generoso espíritu de amistad que dominaba la vida a bordo de una astronave.

Alan se sentía muy cansado, pero su cansancio no era más que fatiga física. En la Tierra, la vida, por su brutalidad y su suciedad, era tremendamente emocionante comparada con la existencia que se vivía a bordo. Alan experimentaba algo así como una desilusión cuando pensaba que tenía que volver a la Valhalla. Él quería conocer algunos de los aspectos fascinadores que presentaba la Tierra.

Salieron del tubo en la estación de Hasorouck.

La calle, con sus altos edificios, parecía una garganta, un encajonamiento entre montañas. El aspecto de algunas de aquellas casas, a la luz de las farolas, proclamaba que estaban habitadas por gente pobre.

—Es un barrio residencial —dijo Hawkes—. Yo vivo en él, en esa casa.

La señaló el tahúr con el dedo, y era el peor de los edificios de la calle.

—Vive gente pobre allí —añadió Hawkes—. Se paga poco alquiler. Fea y vieja es la casa, pero yo vivo en mi pisito tan a gusto como si estuviera en un palacio.

A Alan le extrañaba que un jugador pudiera vivir en un lugar como aquél.

—No me explico cómo puede vivir en un sitio así una persona que gana el dinero a espuertas.

El joven se arrepintió de lo que había dicho al ver la cara que al oírlo puso el otro.

—Las leyes de este planeta —respondió Hawkes— obligan a vivir a los que no tienen tarjeta profesional en los barrios que las autoridades les asignan.

Entraron en el ascensor. Hawkes apretó el botón que estaba junto al número 106.

—Vine a vivir aquí con el propósito de mudarme cuando tuviera dinero para ello. Pero ahora que puedo hacerlo, no quiero irme. Soy un poco perezoso.

Se paró el ascensor en el piso 106. Echaron a andar por un pasillo estrecho, que estaba casi a oscuras. Hawkes se detuvo delante de una puerta. El tahúr puso su dedo pulgar sobre la placa que había en la puerta y esperó hasta que ésta se abrió, luego de haber quedado impresas sus huellas dactilares en la sensible placa electrónica.

La vivienda tenía tres habitaciones. Los muebles que contenían eran nuevos y casi lujosos; no eran muebles de persona pobre. No faltaban allí los aparatos de radio y televisión. Hasta había un bonito robot-bar. Y libros.

Hawkes indicó una silla a Alan. El joven se sentó en ella. Alan no tenía ganas de irse a dormir; prefería estar hablando hasta la madrugada.

El tahúr hizo funcionar el bar. Alan miró lo que había en el vaso que le dio Hawkes; era un líquido de color amarillo brillante. Se lo bebió. Tenía buen sabor.

—¿Qué es esto? — preguntó el muchacho.

—Vino de Antares XIII. Lo compré el año pasado y me costó cien créditos cada botella. Me quedan seis en casa todavía Hasta dentro de catorce años no vendrá otra nave de Antares XIII.

El vino le hizo entrar ganas de hablar a Alan.

Estuvo conversando con su nuevo amigo hasta las tres de la madrugada. Escuchaba lo que decía Hawkes con el mismo deleite con que se bebía el vino de Antares XIII. El tahúr era un hombre complejo, polifacético. Debía de haber estado en los más diversos lugares de la Tierra y hecho todo lo que en ese planeta se podía hacer. Y no había jactancia en el tono con que hablaba de sus proezas. No hacía más que contar sus aventuras como si ello fuera la cosa más natural del mundo.

En el juego, venía a ganar cada noche mil créditos. Pero había acentos de queja en su voz. Los repetidos triunfos que alcanzaba le fastidiaban. Había satisfecho todos sus deseos, y nada más podía ambicionar. Era el rey de los jugadores profesionales. Ya no quedaban mundos que él pudiera conquistar. Había visto todo lo que había que ver y hecho todo lo que se podía hacer, y se lamentaba de ello.

—Quisiera ir al espacio algún día —manifestó—; pero esto es un sueño. Este año no puede ser. No sabes tú lo que yo daría por ver los soles que hay sobre Albirea V o por contemplar las lunas de Capela XVI. No me es posible hacerlo. Mejor es no soñar. Me gusta la Tierra y también el género de vida que llevo. Y me alegro de haberte conocido; haremos una buena pareja tú y yo, Donnell.

La voz de Hawkes había arrullado a Alan, pero éste despertó de súbito y prestó atención a lo que el otro decía.

—¿Qué quiere decir eso de que haremos una buena pareja?

—Que te tomo bajo mi protección, que haré de ti un buen jugador. Te haré un hombre. Tú has estado en el espacio y me puedes decir cómo es.

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