Sin dejar de sonreír, el caballero se metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó la cartera. Entregó una tarjeta al policía, y Alan observó que, debajo de la tarjeta, había un billete de cinco créditos.
El policía hizo ver que examinaba con mucha atención la tarjeta y se guardó el billete con el mismo disimulo que se lo habían dado a él.
—¿Se llama usted Max Hawkes? Sin profesión.
El llamado Hawkes contestó que sí con una cabezada.
—¿Es amigo de usted este chico?
—Mi mejor amigo.
—Está bien. Usted responde de él, de que no cometerá más faltas en lo sucesivo.
El policía dio media vuelta y se marchó con sus compañeros. El vendedor de fruta lanzó a Alan una mirada que quería decir: «¡me las pagarás!»; pero considerando, sin duda, que no le iba a ser fácil tomarse venganza fiera, fuese también.
Alan se quedó solo con su desconocido bienhechor.
Capítulo VI
—No sé como darle las gracias —dijo Alan—. Si me llegan a encerrar, ¡pobre de mí!
Hawkes asintió.
—No se lo piensan mucho cuando no se puede exhibir la tarjeta profesional. Pero la policía está muy mal pagada, y un billetito dado a tiempo obra maravillas.
—¿Cinco créditos le ha dado usted? Permítame que…
Alan empezó a registrar sus bolsillos, pero le detuvo Hawkes con un ademán de la mano.
—No vale la pena. Lo pasaré a pérdidas y ganancias. Dígame su gracia y a qué ha venido a la ciudad de York.
—Alan Donnell, para servir a usted. Tripulante no especializado de la astronave
El enjuto rostro de Hawkes tenía la expresión de estar escuchando lo que decía el joven con profunda atención.
—¿Es astronauta también?
—Era…
—¿Era?
—Se escapó la última vez que estuvimos aquí. Hace nueve años terrestres de esto. Me gustaría encontrarlo. Ahora es mucho más viejo.
—¿Qué edad tiene ahora?
—Veintiséis años. Yo, diecisiete. Éramos gemelos, ¿sabe usted? Pero la Contracción… ¿Sabe lo que es la Contracción?
Hawkes meneó la cabeza, con los ojos entornados.
—¡Hum! Creo que le entiendo. En el último viaje no volvió a la nave y en la Tierra ha cumplido algunos años más. Y usted quiere encontrarlo para que vuelva a la nave, ¿no es eso?
—Sí, señor. O hablar con él y saber si está bien donde está. Pero ignoro qué he de hacer para empezar. Esta ciudad es demasiado grande y en la Tierra hay muchas ciudades más…
—Ha tenido usted la suerte de venir precisamente a la ciudad en que está el Registro Central de Habitantes. Podrá encontrarlo si posee tarjeta profesional. Si no tiene esa tarjeta, las probabilidades son menores.
—¿La han de tener todos?
—Yo no la tengo — respondió Hawkes.
—¡Ah!
—Le explicaré por qué. Para poder trabajar, hay que tener esa tarjeta. Pero para que le den a uno trabajo hay que examinarse ante el Tribunal Gremial para demostrar aptitud en el oficio. Para ser admitido a examen hay que presentar un avalante que pertenezca al Gremio. Y el que quiere trabajar ha de depositar una fianza de cinco mil créditos para responder del avalado. Y sin poseer la tarjeta profesional ni haber trabajado, no se pueden tener los cinco mil créditos. ¿Comprende?
Alan no comprendía ni una palabra.
—Y no es esto sólo —prosiguió Hawkes—. Los empleos son como quien dice hereditarios, incluso en el Gremio de Vendedores de Fruta. Es casi imposible para un recién venido ingresar en un gremio. La Tierra es un planeta superpoblado, y el único modo de evitar una competencia desastrosa en la Bolsa del Trabajo es hacer que sea difícil encontrar trabajo.
—Entonces puede ser que Steve no tenga tarjeta profesional. Si es así, ¿cómo podré encontrarlo?
—Es más difícil. Pero también hay un Registro de los que no poseen tarjeta profesional. No es obligatorio inscribirse; pero, si su hermano se ha inscrito, podremos saber dónde para. Si no se ha inscrito… En la Tierra no se puede encontrar a un hombre que no quiere dejarse encontrar.
—Y usted no tiene ese documento, según me ha dicho.
—Es verdad. Pero es por mi gusto, no por necesidad. Iremos al Registro Central a ver si podemos averiguar algo de su hermano.
Se levantaron del banco. Alan vio que Hawkes era tan alto como él y que tenía un porte muy airoso. Alan movió el hombro de una manera que significaba que hacía al ser extraterrestre esta pregunta:
Y
Las calles le parecían a Alan menos aterradoras ya, pues tenía un amigo que sabía por dónde iba. No experimentaba la sensación de que todos los ojos se clavaban en él; era uno más de la muchedumbre. Se alegraba de tener a su lado a Hawkes, aunque no confiaba plenamente en éste.
—El edificio del Registro está lejos, al otro extremo de la ciudad — dijo Hawkes —. ¿Qué tomaremos, el
—¿El qué? — preguntó Alan, extrañado.
—El torpedo aéreo. ¿No sabe lo que es? Ya lo verá. ¿Qué medio de transporte prefiere?
Alan alzó los hombros y respondió:
—Lo mismo me da uno que otro.