La voz de Alfyorov dejó de oírse durante unos instantes, y, cuando volvió a sonar, había en ella un desagradable tonillo, debido seguramente a que el hombre sonreía:
– Cuando mi mujer esté aquí, la llevaré a ver el campo. Le entusiasma pasear. Me parece que la patrona me ha dicho que su habitación quedaría libre el próximo sábado, ¿es así?
– Efectivamente -repuso Ganin con sequedad.
– ¿Se va de Berlín?
Olvidando que en la oscuridad era invisible, Ganin afirmó con un movimiento de cabeza. Alfyorov rebulló en el asiento, lanzó uno o dos suspiros, comenzó a silbar una dulzona tonada, dejó de silbarla, volvió a silbarla… Así pasaron diez minutos, hasta que oyeron un "clic", arriba.
– Menos mal -dijo Ganin con una sonrisa.
En el mismo instante se encendió la bombilla en el techo, y la móvil y zumbante cabina quedó inundada de luz amarillenta. Alfyorov parpadeó, igual que si hubiera despertado. Llevaba un viejo abrigo de color de arena, uno de esos abrigos llamados de entretiempo, y sostenía en la mano un sombrero hongo. Iba con el cabello, escaso y rubio, algo despeinado, y en sus facciones había ciertos matices que recordaban las estampas religiosas: la dorada barbita y el modelado de su flaco cuello que quedó al descubierto al quitarse el pañuelo con puntitos de vivos colores.
De un tirón, el ascensor subió hasta el descansillo del cuarto piso y se detuvo. Mientras abría la puerta, Alfyorov dijo sonriente:
¡Un milagro! Pensaba que alguien habría oprimido el botón, pero veo que no hay nadie. Usted primero, Lev Glebovich.
Pero Ganin, con una mueca de impaciencia, empujó suavemente a Alfyorov, y salió tras él, desfogándose por el medio de cerrar ruidosamente la puerta de hierro. Nunca se había sentido tan irritado.
– Un milagro -repitió Alfyorov-. Hemos subido, sin que aquí haya nadie. También es simbólico, eso.
2
La pensión no sólo era rusa sino también desagradable. Y era desagradable, principalmente, debido a que durante todo el día y parte de la noche se oía el paso de los trenes del