Por el contrario, Kitiara estaba atrapada en el laberinto de sus propias pasiones, siempre ansiando la recompensa que estaba fuera de su alcance. Para ella, el amor por un ser significaba dominarlo, y esos deseos de dominación se extendían a todos. Tanis ascendió la escalera que llevaba al trono de Ariakas. Raistlin se percató de que los ojos del semielfo se clavaban en la corona. Sus labios se movían, repitiendo sin darse cuenta: «¡Quien lleva la corona, ostenta el poder!» Su rostro se endureció, su puño se cerró alrededor de la empuñadura de la espada.
Raistlin comprendió el plan de Tanis como si hubiera dedicado años enteros a prepararlo con él. En cierto sentido, quizá había sido así. Ambos habían estado siempre unidos de una forma que ninguno de sus amigos había logrado entender nunca. La oscuridad hablando a lo oscuro, tal vez.
¿Qué pasaba con Takhisis? ¿Sabía la reina que el semielfo ascendía hacia su destino, dispuesto a sacrificar su vida por los demás? ¿Sabía que en el corazón de su oscuridad, en lo más profundo de las mazmorras, un kender, una camarera y un guerrero estaban dispuestos a hacer lo mismo? ¿Se daba cuenta Takhisis de que el hechicero de la túnica negra, que pregonaba que su lealtad sólo estaba con su propia ambición, estaba dispuesto a sacrificar su vida a cambio de la libertad de elegir su propio camino?
Raistlin levantó una mano. Las palabras del hechizo que había memorizado la noche anterior ardían en su mente como las palabras que había escrito con sangre en la piel de cordero.
Tanis subía la escalera, aferrado a la empuñadura de su espada. Raistlin reconoció el arma. Alhana Starbreeze se la había dado a Tanis en Silvanesti. Esa espada era
Tanis llegó al final de la escalera y empezó a desenvainar lentamente la espada. Estaba nervioso y le temblaba la mano.
Ariakas se levantó. Quedó plantado sobre sus piernas como troncos y cruzó los brazos musculosos sobre el pecho. No miraba a Tanis. Su mirada se dirigía al otro extremo del salón, a Kitiara, que también tenía los brazos cruzados y le devolvía la mirada, desafiante. De la corona salía una luz de múltiples colores que envolvía a Ariakas con su resplandor titilante. Parecía que un escudo con los colores del arco iris protegiera al emperador.
Tanis deslizó la espada por su funda y, al oír ese sonido, Ariakas volvió a concentrarse en el semielfo. Lo miró con aire arrogante y le sopló a la cara, con la intención de intimidarlo. Tanis no se dio cuenta. Estaba mirando fijamente la corona. En sus ojos se adivinaba la consternación. En ese preciso momento se había dado cuenta de que su plan de matar a Ariakas estaba condenado al fracaso.
El hechizo de Raistlin le quemaba en los labios, la magia le hervía en la sangre. No tenía tiempo para las dudas eternas de Tanis.
—¡Golpea, Tanis! —lo apremió Raistlin—. ¡No temas la magia! ¡Yo te ayudaré!
Tanis se sobresaltó y miró hacia donde provenía ese sonido, que debía de haber escuchado más con el corazón que con los oídos, pues Raistlin había hablado en voz baja.
Ariakas empezaba a impacientarse. Él era un hombre de acción y las ceremonias lo aburrían. Desde su punto de vista, el consejo era una pérdida de tiempo que podía aprovechar mucho mejor dirigiendo la guerra. Lanzó un gruñido e hizo un gesto perentorio para indicar a Tanis que le jurara lealtad y acabara de una vez.
Sin embargo, Tanis vacilaba.
—¡Golpea, Tanis! ¡Rápido! —lo urgió Raistlin.
Tanis miró directamente hacia Raistlin, pero el hechicero no sabía si lo veía o no, si actuaría o no. Tanis se disponía a dejar la espada en el suelo. Acto seguido con una expresión resuelta y dura en el rostro, cambió de postura y lanzó un golpe a Ariakas.
Raistlin y Caramon habían combatido juntos muchas veces, combinando la hechicería con las armas. Al mismo tiempo que Tanis levantaba el brazo, Raistlin conjuró su hechizo.
La magia fluyó por Raistlin y estalló en la yema de sus dedos. Abrasadora, cruzó el aire. El hechizo golpeó el escudo del arco iris y lo deshizo. La espada de Tanis no encontró obstáculo alguno.