— ¡Descubran las pantallas de todos los receptores! — ordenó el capitán.
Rodeóles la negrura insondable del Cosmos. Parecía aún más profunda porque a la izquierda y atrás ardía, como un fuego áureo anaranjado el Corazón de la Serpiente. La Vía Láctea y demás astros palidecían ante ese resplandor. Solamente abajo refulgía con intensidad no menor una estrella blanca.
— Epsilon de la Serpiente está muy cerca de aquí — dijo Kari Ram. El joven astronauta quería que el jefe le elogiase. Pero Mut Ang miraba en silencio hacia la derecha, donde, con límpida luz blanca, se destacaba una estrella lejana, de gran magnitud.
— En esa dirección se ha ido Sol, mi antigua astronave — dijo lentamente el capitán, al percibir un silencio expectativo a sus espaldas— , hacia nuevos planetas...
— ¿Conque esa es Alfecea de la Corona Boreal?
— Sí, Ram; o Gemma, como la llaman en Europa... Pero ¡ya es hora de que pongamos manos a la obra!
— ¿Despierto a los demás? — preguntó, solícito Tey Eron.
— ¿Para qué? Si comprobamos que delante no hay nada, haremos una o dos pulsaciones más — repuso Mut Ang —. Conecte los telescopios ópticos y de radio y verifique la regulación de las máquinas de la memoria. Tey, ponga en marcha los motores nucleares. Por el momento avanzaremos con ayuda de ellos. ¡Acelere el vuelo!
— ¿Hasta seis séptimas de la velocidad de la luz?
Y en respuesta al gesto afirmativo del jefe, Tey Eron efectuó rápidamente las manipulaciones necesarias. La astronave no se estremeció siquiera, aunque unas llamas irisadas ardieron deslumbrantes en todas las pantallas, ocultando por completo las estrellas de poca magnitud más abajo de la resplandeciente Vía Láctea. Entre aquellos cuerpos celestes hallábase también el Sol terreno.
— Disponemos de algunas horas, mientras los aparatos terminan de hacer las observaciones necesarias y su cuádruple comprobación — dijo Mut Ang—. Vamos a tomar algo y luego cada cual a su cama, a descansar un poco. Yo relevaré a Kari.
Los astronautas abandonaron el puesto central. Kari Ram ocupó la butaca giratoria frente al centro del pupitre. Cerró los receptores de atrás, y en el acto desaparecieron las llamas de los motores del cohete.
La ígnea Cor Serpentis continuaba proyectando centelleos sobre la impasible superficie pulimentada de los aparatos. El disco del localizador delantero seguía siendo un pozo negro sin fondo, lo que no preocupaba, sino, por el contrario, tenía muy contento al astronauta. Los cálculos, que habían robado seis años de trabajo a poderosos cerebros y máquinas investigadoras de la Tierra, resultaron exactos.
El Telurio, primera astronave pulsacional de la Tierra, había sido lanzado a un ancho pasillo del espacio, donde no existían acumulaciones estelares ni nubes oscuras. Ese tipo de astronaves, que circulaban por el espacio-cero debía llegar a profundidades mucho mayores de la Galaxia que las alcanzadas por las astronaves anteriores, las anamesónicas, las de propulsión nuclear, que volaban a velocidades iguales a cinco sextas o seis séptimas de la velocidad de la luz. Funcionando según el principio de la compresión del tiempo, las naves pulsacionales eran miles de veces más veloces. Pero, lo peligroso de ellas consistía en que, en el momento de la « pulsación », la astronave no podía ser dirigida. Los seres humanos eran capaces de resistir la pulsación tan sólo hallándose en un estado de pérdida del conocimiento, hundidos en un potente campo magnético. El Telurio avanzaba a saltos, por así decirlo, estudiando meticulosamente el camino, con objeto de comprobar si estaba libre para la pulsación subsiguiente.
La nave debía atravesar el espacio casi vacío de las altas latitudes de la Galaxia, junto a la Serpiente, para llegar a la constelación de Hércules, donde se hallaba una estrella de carbono.
El vehículo cósmico realizaba este extraordinario vuelo para que su tripulación estudiase, en la propia estrella de carbono, los enigmáticos procesos de transformación de la materia, muy importantes para la energética terrestre. Se sospechaba que dicha estrella estaba ligada a una nube oscura en forma de un disco electromagnético giratorio, vuelto de canto hacia la Tierra.
Los sabios esperaban ver, a una distancia relativamente corta del Sol, la repetición de la historia de la formación de nuestro sistema planetario. La « corta distancia » equivalía a ciento diez parsecs o trescientos cincuenta años de camino de un rayo de luz...
Kari Ram controló los aparatos protectores. Indicaban que todas las instalaciones automáticas de la nave se hallaban en perfecto estado. Hecho esto, el joven astronauta se puso a cavilar.