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Hasta que aparecieron los ordenadores portátiles. Entonces sí que compró uno y al cabo de poco tiempo lo manejaba con destreza. Cuando a los ordenadores portátiles se les incorporó un módem, Archimboldi cambió su ordenador viejo por uno nuevo y a veces se pasaba horas conectado a Internet, buscando noticias raras, nombres que ya nadie recordaba, sucesos olvidados.

¿Qué hizo con la máquina de escribir que le regaló Bubis?

¡Se acercó a un desfiladero y la arrojó entre las rocas!

Un día, mientras viajaba por Internet, encontró una noticia referida a un tal Hermes Popescu, a quien no tardó en identificar como el secretario del general Entrescu cuyo cadáver crucificado había tenido ocasión de contemplar en 1944, cuando el ejército alemán se batía en retirada de la frontera rumana. En un buscador norteamericano encontró su biografía.

Popescu había emigrado a Francia tras la guerra. En París frecuentó los círculos de exiliados rumanos, en especial a los intelectuales que por una u otra causa vivían en la orilla izquierda del Sena. Poco a poco, sin embargo, Popescu se dio cuenta de que todo aquello, según sus propias palabras, era un absurdo.

Los rumanos eran visceralmente anticomunistas y escribían en rumano y sus vidas estaban destinadas a un fracaso apenas mitigado por unos débiles rayos de luz de orden religioso o de orden sexual.

No tardó Popescu en encontrar una solución práctica. Mediante movimientos hábiles (movimientos dominados por el absurdo) se introdujo en negocios turbulentos en los que se mezclaba el hampa, el espionaje, la Iglesia y las licencias de obra. Llegó el dinero. Dinero a manos llenas. Pero siguió trabajando.

Manejaba cuadrillas de rumanos en situación irregular.

Luego húngaros y checos. Después magrebíes. A veces, vestido con un abrigo de pieles, como un fantasma, iba a verlos a sus cuchitriles. El olor de los negros lo mareaba, pero le gustaba.

Estos cabrones son hombres de verdad, solía decir. En su fuero interno esperaba que ese olor impregnara su abrigo, su bufanda de satén. Sonreía como un padre. A veces hasta lloraba. En sus tratos con los gángsters era distinto. La sobriedad lo caracterizaba.

Ni un anillo, ni un colgante, nada que refulgiera, ni la más mínima señal de oro.

Hizo dinero y luego hizo más dinero. Los intelectuales rumanos iban a verlo para que les prestara dinero, tenían gastos, la leche de los niños, el alquiler, una operación de cataratas de la señora. Popescu los escuchaba como si estuviera dormido y soñando. Todo lo concedía, pero con una condición, que dejaran de escribir sus odiosidades en rumano y lo hicieran en francés.

Una vez fue a verlo un capitán mutilado del 4.° cuerpo de ejército rumano, que había estado bajo las órdenes de Entrescu.

Al verlo llegar Popescu saltó como un niño de sillón en sillón.

Se subió encima de la mesa y bailó una danza folclórica de la región de los Cárpatos. Hizo como que orinaba en una esquina y se le escaparon unas cuantas gotas. ¡Sólo le faltó retozar en la alfombra! El capitán mutilado trató de imitarlo, pero su minusvalía física (le faltaba una pierna y un brazo) y su debilidad (estaba anémico) se lo impidieron.

– Ay, las noches de Bucarest -decía Popescu-. Ay, las mañanas de Piteshti. Ay, los cielos de Cluj recuperada. Ay, las oficinas vacías de Turnu-Severin. Ay, las ordeñadoras de Bacau. Ay, las viudas de Constantza.

Después se fueron tomados del brazo al apartamento de Popescu, en la rue de Verneuil, muy cerca de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, en donde siguieron hablando y bebiendo y el capitán mutilado tuvo ocasión de hacerle un resumen pormenorizado de su vida, heroica, sí, pero repleta de adversidades. Hasta que Popescu, secándose una lágrima, lo interrumpió y le preguntó si él, también, había sido testigo de la crucifixión de Entrescu.

– Estaba allí -dijo el capitán mutilado-, huíamos de los tanques rusos, habíamos perdido toda la artillería, faltaba munición.

– Así que faltaba munición -dijo Popescu-, ¿y estaba allí?

– Allí estaba yo -dijo el capitán mutilado-, luchando en el sagrado suelo de la patria, al mando de unos pocos desharrapados, cuando el cuarto cuerpo de ejército se había reducido al tamaño de una división, y no había intendencia ni exploradores ni médicos ni enfermeras ni nada que evocara una guerra civilizada, sólo hombres cansados y un contingente de locos que cada día iba creciendo más y más.

– Así que un contingente de locos -dijo Popescu-, ¿y estaba allí?

– Allí mismo -dijo el capitán mutilado-, y todos seguíamos a nuestro general Entrescu, todos esperábamos una idea, un sermón, una montaña, una gruta resplandeciente, un relámpago en el cielo azul y sin nubes, un relámpago improvisado, una palabra caritativa.

– Así que una palabra caritativa -dijo Popescu-, ¿y estaba allí esperando esa palabra caritativa?

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